En un formato alargado y en tríptico, Boix nos ofrece la
visión de una cabeza femenina, prácticamente de perfil, que
deja ir su mirada sobre una especie de paisaje apenas insinuado
y, a la vez, imposible, de formas y de coloraciones
que, de vez en cuando, devienen sulfúricas, volcánicas,
misteriosas. En Traç sobre el foc (2003), Boix se aleja en parte
de la que ha sido su tónica general a la hora de acercarse
a los rostros de esta serie. Por un lado, ha eludido el primer
plano y la frontalidad, o la mirada del personaje sobre
el espectador, siempre directa y incisiva, siempre cautivadora,
y, por el contrario, nos reporta una figura hasta
cierto punto dulce, amable, como abstraída en su propio
mundo, donde la podemos encontrar. Un mundo solamente
de manera remota insinuado, a través del uso de unos
fondos levemente paisajísticos que no llegan, de ninguna
manera, a ser una concesión decorativa, teniendo en cuenta
la dureza de los elementos que se utilizan.
De nuevo, la pintura claramente figurativa de Boix aporta,
en contrapunto, la presencia de fragmentos diversos que
se transformen en ausencia de figura, aunque, por ellos mismos,
son figuración, en cuanto que solamente son materias
pintadas, dibujadas. Así, el trazo de la pintura que casi
borra la cabeza de la mujer y que se alarga por buena parte
del lienzo representa una especie de laguna dentro del
mismo cuadro, siendo como es, sin embargo, una parte más
de aquella cuidada composición que el mismo artista, en
una especie de juego creativo y destructivo, pretende borrar.
Esta pintura pintada, que simula el uso de la mano
como pincel, todavía, forzará un diálogo con el mismo
dibujo por él mismo, el cual necesita de otros utensilios —lápices, tintas, pinceles...—. En este caso, Boix sustituye
aquellas herramientas por la huella de una mano —la del
pintor— aplicada directamente.