En el cuadro, como en otras ocasiones, Boix nos ofrece
un primerísimo plano de un rostro que, a pesar de sus ojos
cerrados, atrapa enseguida la atención de quien lo observa.
El rostro, en la medida que es piel —un efecto que
se potencia al aparecer el personaje con los ojos cerrados—,
se transforma en soporte sobre el cual pintar. Y se
convierte, así, en un cuadro dentro del cuadro, que cautiva
al espectador. En parte, no sólo por la fuerza expresiva
del rostro por él mismo, sino por la profusión de líneas
diagonales que, al intentar negarlo, lo van construyendo
también. En El somni d’Ofèlia (2003), Boix, como en los
otros cuadros de esta temática, no busca hacer ningún retrato
y así lo explicita: de la cara de la mujer retratada en
este caso, a Boix sólo le interesa la materia prima, que viene
conformada por su cutis, y donde la trayectoria vital va
dejando impresas, dibujadas, toda una serie de experiencias
a través del filtro que supone la experiencia propia del
pintor. Aquella operación de reescribir sobre la piel se transforma,
tal vez, en la sucesiva presencia de líneas que, por
encima mismo del dibujo base del cuadro, rayan, inciden,
anulan o refuerzan —por contraposición en parte— los
rasgos del rostro en sí.
Por otra parte, la serenidad de la cara representada en
esta tela, que se enfatiza con el uso del claroscuro, y la casi
total ausencia de color, remite a la idea de belleza clásica,
antigua, arcaica incluso, con un punto de hieratismo que
nos reenvía a manifestaciones artísticas primitivas, totémicas.
La faz que nos aparece, sobredimensionada, en El somni
d’Ofèlia es, aún, instintiva, y en el fondo de los ojos que
no le podemos ver —que el pintor no nos deja ver—,
podemos adivinar un certísimo punto de maldad latente
que se hará evidentísima en el momento que abra los ojos.
Un gesto que, por otra parte, el espectador espera. O, tal
vez, lo que derramarán sus ojos serán lágrimas, como las
que reflejan los títulos del músico británico aludido.