La línia obscura (1997) viene conformada por dos partes
en las que Boix, a pesar de que propone una ruptura, una
división entre la parte derecha y la izquierda de la composición,
pretende, al mismo tiempo, establecer un vínculo
clarísimo, un nexo importante entre los tres personajes
de la tela. Por eso, una gran T en verdes oxidados, a la vez
que separa, que corta el lienzo, sirve para enlazar y se configura
como una especie de representación esquemática de
la línea oscura —por imperceptible— que une a cada ser
humano con sus progenitores. Es como si el tiempo —la
T que causa un impacto sobre quien mira y que marca el
cuadro con su presencia contundente, no solamente tuviera
esta presencia conceptual y alegórica—, sino que el
paso del tiempo también se va dejando sentir en las calidades,
en las texturas de la obra. De hecho, el dibujo, realizado
en óxidos de hierro —los personajes— y en óxidos
de bronce —la T— no presenta una complicación excesiva,
pero las calidades, las matizaciones provienen de este
uso de productos evolucionados, desgastados, envejecidos,
según los pigmentos.
Las tres figuras, por otro lado, aparecen situadas como
en una especie de retrato fotográfico antiguo; sin embargo,
si la disposición que cabría esperar sería la del personaje
central —el hijo— en primer término, en este caso
nos encontramos con la solución contraria. El retrato familiar,
de solución relativamente clásica, sin embargo, se
complica todavía más al ver la actitud de los tres personajes
que aparecen: mientras que el padre mira el horizonte
con serenidad y transmite una fuerza evidente, a pesar de
su avanzada edad, la madre expresa una humildad y una
bondad que vienen reafirmadas por el hecho de que presenta
los ojos cerrados. El hijo, elemento central y artífice
del lienzo, parece que se oculta detrás del tiempo y, medio
en la sombra, es el único que, desde el fondo del cuadro,
mira directamente al espectador.