El rostro —ojos, nariz, boca y orejas y, en especial, la piel;
y los cabellos, que lo enmarcan— es, en cierta medida, y
por encima de otras características físicas, lo más singular
del ser humano: el rostro, nos identifica. Boix, en Rostre
que comença (1999), hizo una primera aproximación a lo
que será su serie más actual, ocupada casi íntegramente
por caras de personajes más o menos identificables pero,
sobre todo, con una gran dosis de expresión, fruto de la
propia visión del artista, y con claras voluntades metafóricas
a veces. En otras palabras: los rostros de esta serie
no son del todo reales; pero tampoco del todo imaginarios. Participan de las dos características, sin que una llegue
a dominar a la otra, y son, dentro su singularidad,
verosímiles.
Ahora bien: en Rostre que comença, Boix pretende causarnos
un impacto y, de alguna manera, dominar nuestra
mirada, captar nuestra atención. El espectador se ve inicialmente
sometido a mirar aquella cara que, en un
primerísimo plano y de dimensiones colosales, nos observa. Sin embargo, no nos encontramos ante un retrato. El
personaje que ocupa este lienzo —un dibujo muy cuidado,
al carboncillo—, nos obliga a mirarlo —y a admirarlo—,
aunque él, por el contrario, no nos deja ver sus ojos.
Mantiene, en cierta medida, su mirada en secreto.
Por otra parte, Boix pretende, aún, acentuar esta atmósfera
de distanciamiento entre el personaje —en el cuadro—
y el espectador. Y por eso recurre a recursos expresivos de
carácter matérico, en parte toscos como la misma expresión
del rostro humano que surcan o al cual se superponen.
Pero es una nueva ilusión: se trata de la negación de
una parte del dibujo, en determinados fragmentos, pero,
obviamente, usando también el dibujo. La materia que
oculta el dibujo, es dibujo, también, a su vez.