En este caso, el personaje —cara, pecho y brazos— aparece —y desaparece en parte— envuelto en unas materias
imposibles que representan pastas, pinceladas y pinturas,
desgarros y grietas. Dibujando todo —personaje y escenario—
con carboncillo, Boix se ha permitido un ligero
toque de color, usando óleos muy diluidos, en la parte
inferior del lienzo, una franja de tonalidad cálida que, en
cierta medida, hace el papel de base para aguantar lo que
muy bien podría ser un busto. Esto aún confiere mayor
solemnidad a la pintura, y la aproxima a una concepción
escultórica.
Rostre que inicia la desfiguració (2001) es, probablemente,
una de las pinturas más emblemáticas de esta serie y una
de las que se prestan a más interpretaciones. Si partimos
del hecho que el personaje retratado —siempre a caballo
entre la realidad y la irrealidad— es un pintor —el gesto
de la mano derecha parece indicarlo así, como si estuviera
en actitud de pintar sobre un lienzo imaginario, entre él y
el espectador—, se podría entender que la pintura, que
permite la realización del pintor, es, al mismo tiempo, la
que lo desfigura, la que le permite ocultarse. La suposición
del oficio de este personaje retratado —en clara alegoría—,
es más, tendríamos que ponerla en relación con el
hecho de que en la Cúpula de la Ribera (2003) volveremos
a encontrarlo en una evidente disposición de pintor. En
cualquier caso, la superficie ocupada por el modelo es inferior
a la ocupada por las materias, unas sustancias que, si
bien habrían podido ser simplemente aplicadas —dejadas
caer sobre el lienzo—, son, como siempre, un perfiladísimo
dibujo. También tendríamos que señalar que los rasgos del
rostro del personaje pintado por Boix recuerdan, en cierta
medida, a Rembrandt, y con eso las posibilidades de interpretación
en este sentido, evidentemente, aumentan.