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El arte de Boix puede deslumbrar: a menudo tiene los
elementos necesarios para hacerlo. Podría decirlo también
de otra manera: la pintura de Boix —o su escultura—, generalmente,
gusta. Sus obras crean adeptos. Y eso quizá se
debe al hecho de que su producto sabe combinar sabiamente
la tradición con la modernidad, el gusto por el trabajo bien hecho con la necesidad de libertad en la expresión,
siempre preceptiva en la obra de cualquier artista, de
cualquier creador. Pero Boix puede parecer, de vez en
cuando, seco, duro y poco amable; aunque, por si alguien
pretende sacar esta frase del contexto, diré a continuación
que, incluso en aquellos casos, es magnífico —o precisamente
en aquellos casos lo es más—.
He procurado hacer una mirada “generosa” a la obra de
Boix entre 1991 y 2003, pero no por mi generosidad hacia
aquellos lienzos o aquellas piezas, sino porque quería proveerme
lo máximo posible, en un espacio limitado por las
exigencias del guión que nos habíamos marcado. Creo que
sólo lo he conseguido en parte, porque la obra de Boix —en especial la pictórica— es prácticamente inabarcable:
es una tarea que reclama una tesis doctoral —o diversas. Pero
no quería hablar de eso, ahora. En realidad me interesaba,
como colofón, destacar algunas de las numerosas afirmaciones
que me han parecido acertadísimas, sacadas en la amplia
bibliografía que ha generado ya actualmente la obra de
Manuel Boix. Y quería, con eso, “ornamentar” mi visión,
que pretendí desde el principio deliberadamente desnuda
de aparato crítico, porque no era este el lugar. Sin embargo,
como ya digo, y quizá por deformación profesional, no he
podido resistirme a ofrecer una muestra.
Para empezar, me conviene destacar una frase de Fuster,
sobre Boix: “sus lienzos vienen marcados por una
personalísima opción” (“Manuel Boix, pintor”, dentro de
Tres assaigs sobre Manuel Boix —Tres ensayos sobre Manuel
Boix-, País Valencià, 1981). No hace falta decir que, si ya en
aquel año el estilo, la manera de hacer de Boix, se había
convertido definitivamente en “reconocible” en medio del
espectro de los pintores del momento, ahora este personalismo
no ha hecho mas que acentuarse: Boix, al contrario
de lo que experimentan muchos otros artistas, no ha ido
saltando de un estilo a otro, de una receta de lenguaje a otra.
Boix, a los pocos años de comenzar, se definió ya perfectamente,
y en aquella línea se ha mantenido. Lo constatan
también estos últimos años sobre los que acabo de escribir.
Ha sabido aplicar sus fórmulas a los diferentes materiales, a
los diferentes medios con los que se ha expresado.
En 1982, Federico Torralba Soriano afirmaba, respecto
a la pintura de Boix de después de los 70: “Poco a poco
surge una selección de temas y elementos. Y su interpretación,
sencilla y ajustada con —sólo aparente— simplicidad”.
Y aún insistía en otro punto: el dibujo le parece “casi
escultórico”. (Acròstic. Sala Luzán, Zaragoza, 1982). La selección
de temas —o mejor dicho, la selección natural de
los temas en Boix es más que evidente. Porque es siempre
artística y, por lo tanto, fruto del artificio más elaborado.
La apreciación de la dimensión escultórica del dibujo, por
parte de aquel autor, no puede ser más acertada: la creación
de Boix ha caminado, imperceptiblemente, siempre
en los límites de la escultura, cuando pintaba; y el salto de
un lenguaje a otro ha sido del todo fácil, natural también.
No hace aún demasiado, Carmen Gracia, al plantearse
una mirada sobre el realismo de Boix, decía: “las representaciones
de Boix están más cerca de una experiencia
intelectual de la realidad que de una experiencia visual [...]
el arte de Boix se separa de cualquier actitud realista convencional”
(“Manuel Boix: L’art de veure l’herba créixer”
—Manuel Boix: El arte de ver crecer la hierba—, dentro
de Boix-Heras-Armengol, Valencia, 1995). Y, en parte, daba
la solución a la capacidad que tiene Boix de absorber la
realidad que le rodea. Lo hemos visto, también, en las últimas
realizaciones del pintor alcudiano. La mirada de Boix
es siempre escrutadora, pero, al mismo tiempo, analítica.
He querido, deliberadamente, dejar para el final de este
recorrido sumario por las referencias de los expertos, la de
Josep Palàcios, posiblemente quien mejor conoce la obra de
Boix. Palàcios, refiriéndose a la serie El rostre (El rostro) —pero en palabras que muy bien pueden transplantarse al
resto de la producción boixiana— dice: “la obra tiene que
haber arraigado en las profundidades de uno mismo [...] Ante
la mirada, ante la propia mirada [...] se alza el presente absoluto
de la imagen, su terror inmóvil, su fascinación irresistible”
(“Les meues veus contra mi mateix” —Mis voces contra
mí mismo-, dentro de El rostre, A la Ribera del Xúquer,
2002). El arraigo de la obra —de cada obra— en la personalidad
y la figura de nuestro artista es evidentísimo; y esta “visceralidad” —vestida a veces de frialdad, de asepsia, pero
no siempre, al pasar por el filtro de la mente— es lo que acabará
por conferir a Boix un poder tan absoluto sobre el espectador,
como he comentado en más de un caso, más arriba.
No puedo, ahora, acabar esta aproximación a la obra de
Boix sin decir que he querido hacer este vistazo de manera
hasta cierto punto un poco distante. Haciendo de
espectador curioso, de buscador en algún caso, de aprendiz
de intérprete, en algún otro momento. No sé si siempre
lo he conseguido. Prácticamente, todas y cada una de
las obras que he mencionado —desde el 91 hacia acá—
las he visto hacer. Eso creo que ha sido un verdadero honor
y, por eso, en algún momento se me debe haber notado
cierto apasionamiento —y es para curarme en salud que
he querido definirme, solamente, como espectador, pero
con el calificativo de “privilegiado”. No ha sido mi intención,
en ningún momento, que a lo largo de estas páginas
se haya entrevisto la amistad que me une con Boix: creo
que, de haberlo hecho, yo habría parecido que hablaba
interesadamente cuando, en realidad, la categoría de su obra
no necesita de amigos que hablen bien de ella, porque sus
trabajos hablan por si mismos. Los otros —los que nos toca
escribir estas cosas— sólo somos un acompañamiento más
o menos lucido. Por eso he querido hablar, solamente, de
su obra. De su obra, que me parece impresionante. Y he
dejado para la última línea —y no sé si Boix me lo pasará—
una concesión mínima a la amistad: porque detrás de
esta gran obra —cuya trascendencia aún no estamos en
condiciones de valorar totalmente—, hay un gran hombre
y, sobre todo, —para mí— un gran amigo.
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