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APROXIMACIONES A LA OBRA DE MANUEL BOIX (1991-2003)
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icent J. Escartí
La cúpula de la Ribera (2002-2003)
Como clausura de los actos relativos al 750 aniversario
de la concesión de la carta puebla a la localidad de l’Alcúdia,
este pueblo de la Ribera —de donde es natural Boix—
contó con la inauguración de una de las obras más importantes
que el artista ha realizado: La cúpula de la Ribera (2003).
Se trataba de cubrir con pinturas el interior de la media
naranja de su Casa de la Cultura. Un trabajo monumental
que, por las dimensiones del espacio y por la misma dificultad
de tratarse de un espacio semiesférico, excede el del
pintor y el del escultor y hace que Boix se convierta, nuevamente,
en el artista “total” a que nos tiene acostumbrados.
En parte porque el mismo Boix se impone la superación
de la dificultad no como meta de llegada, sino como
punto de inicio. Y así, no se conforma con la simple “decoración”
con pinturas del espacio interior de la media naranja,
sino que, una vez más —y resuelta la dificultad evidente de conseguir los efectos ópticos deseados, teniendo
en cuenta que hablamos de un espacio de superficie cóncava
y de más de 15 metros de altura—, Boix se propone la
simbiosis de la pintura y de la escultura y, en esta ocasión,
en intersección con un espacio urbano interno donde actuarán
para transmitir al espectador diversas sensaciones. Es
evidente que, en esta circunstancia, Boix ha tenido que
generar, también, un espacio que envuelva su trabajo y que
se convierta en complementario al de su creación. Si la
naturaleza o el entramado urbano existían, cuando hablábamos
de la ocupación del espacio urbano en la obra de
Boix, ahora el artista se ve falto de este envoltorio, lo que
ha hecho que todo el espacio interior de la Casa de la Cultura —el espacio bajo la cúpula— se haya transformado en
una parte más de la obra y venga a ser una parte más de la
misma superficie pintada, en la cara interior de la media
naranja, para conseguir que la intervención gane en proporciones,
en magnitud y en solemnidad.
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En efecto, la capacidad creadora de Boix recurre a un
lenguaje clásico para adaptarse y transformar un espacio “moderno”. El Renacimiento y el Barroco pintaron las
grandes cúpulas de temática religiosa que conocemos, tratando
de crear unos horizontes especiales, entre los fieles
cristianos y el mismo Dios, que habitaba en el cielo. Incluso,
en determinados momentos y por diversas circunstancias
que ahora no vienen al caso, los hombres de la Edad
Moderna llegaron a querer “engañar” a los espectadores,
ideando falsas cúpulas, como por ejemplo la impresionante
de San Inazio, en Roma. La repetición simplemente decorativa
o mitológica, civil, o a nivel doméstico, también se
dio, hasta el mismo siglo XIX, en espacios cubiertos por cúpulas
y en ámbitos de cariz ciudadano: palacios, balnearios,
hoteles, edificios de servicios públicos, estaciones o dependencias
gubernamentales y ministeriales, por citar unos casos
al azar. Después, una voluntad de crear espacios más limpios, más diáfanos —y la pérdida, en parte, del oficio, supongo—,
propició que la pintura sobre superficies cóncavas
no fuera ni buscada ni apreciada ni, incluso, estimada.
Los riesgos eran evidentes y pasaban por la posibilidad de
la repetición y, también, por el posible fracaso. El recurso a
la decoración más inocua era la forma más fácil de resolver
la cosa, si hacía falta. Por eso, sobre todo, resultaba difícil, a
los inicios del siglo XXI, crear alguna cosa nueva en un espacio
tan “clásico” como el de una cúpula y no caer en la repetición,
en el decorativismo o en el disparate.
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La Cúpula de la Ribera, más allá de las lecturas personales
o teóricas que se puedan hacer, de acuerdo con la iconografía
representada, y que va desde la relación del pintor y
la modelo —que llega a ser, quizá, madre, musa, pintura y
tierra— hasta la interacción del amor o la negación del artista —en un “retrato” de un pintor que proviene de un
cuadro de la serie Rostre (Rostro)—, pasa a ser, creo, una obra
mucho más compleja desde el momento que encontramos
la creación de unos “complementos” escultóricos que ocupan
el suelo y, también, el espacio aéreo. Eso transforma a
Boix en un artista omnisciente que pretende, con su particular
juego de perspectivas, hacer caer al espectador en los
múltiples y multiplicados puntos de vista desde donde podemos
contemplar su obra, la cual, por efecto de la complejidad
del espacio mismo, tan magistralmente utilizado en
su beneficio por Boix, llega a ser más colosal aún. Como en
una novela de argumento difícil, unos personajes pintados
o fundidos en bronce transitan por la obra de Boix. La mujer
de piel cubierta de letras, por ejemplo, nos ofrece el material
en estado puro —las letras— para la inscripción de Josep
Palàcios que circunda el perímetro de la cúpula. La mujer “literaria” situada sobre un pedestal, con los brazos abiertos,
marcando el norte y el sur, quiere acoger al hombre que
tiene delante y que, desnudo como ella, señala la tierra y,
con la otra mano, a los niños también de bronce que, suspendidos en el espacio aéreo de la misma cúpula, intentan
subir, cada vez más alto, en un acto que va del padecimiento
a la epopeya. Y no sólo eso. El huevo de avestruz que parece
flotar y que remite a la imagen del mundo entero, pero
que también nos recuerda ciertas composiciones del Renacimiento,
está en plena concomitancia con el mensaje un
tanto críptico del conjunto de la cúpula. La tierra que acogió
a los primeros pobladores de l’Alcúdia, dispuesta a germinar
por efecto de su trabajo —representado en los árboles
y en el oficio del pintor— y a dar frutos —también presentes
en los árboles, pero, sobre todo, en las alegorías de los
adolescentes y de los adolescentes que escalan—, es una tierra
abierta, que acoge, y que mira el futuro como un reto, como
un camino. El camino, el trayecto de aquel camino de libertad,
lo señalan los niños: pero la libertad se encuentra
fuera, en la parte exterior de la cúpula donde también la
mano de Boix ha intervenido, ya que allí se ha colocado
una veleta que marca los puntos cardinales, para que nadie
se desoriente en el camino que hay que seguir. Una veleta
que corona, por cierto, un exterior de la media naranja, del
arquitecto Francesc Pina Alegre, que ha diseñado un bello
cimborio octogonal con cobertura azul, enlazando así con
la tradición de las cúpulas dieciochescas valencianas.
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La generación de “literatura”, una vez más, está presente.
Podemos encontrar toda una narración, en aquel espacio
que Boix ha sencillamente transformado. Un espacio vacío,
el hall de un edificio público —donde está la escalera— y
que demanda unas proporciones majestuosas, pero que en
muchos casos, en las arquitecturas de nuestro tiempo, no hace
ninguna concesión al arte, Boix nuevamente lo hace transformarse
y lo aprovecha para recontar una historia, convirtiéndolo
en una obra de madurez y de reflexión, y destinándolo,
sin duda, como la crítica especializada se encargará de
confirmar, a ser todo un símbolo para los tiempos futuros, a
ser un monumento en nuestro pueblo y en su porvenir.
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