MANUEL BOIX

 

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APROXIMACIONES A LA OBRA DE MANUEL BOIX (1991-2003)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Els cabells d’Absalom (Los cabellos de Absolon). 1996.

Pilota de plom (Pelota de plomo). 1990.

 

icent J. Escartí

A modo de preliminar

Cualquiera que trate de acercarse a la obra de Manuel Boix tropezará, enseguida, con múltiples inconvenientes, entre los cuales —y no es precisamente el mayor— el gran alcance de la misma. Boix se prodiga y elabora una gran cantidad de “productos” que, a parte de los que podríamos calificar de más tradicionales —al menos, por el soporte—, se pueden diversificar hasta puntos insospechados. Y pondré un par de ejemplos: el diseño de los decorados y del vestuario de una obra teatral, de Macchiavello, o el diseño de la carpeta de un disco, forman parte de su experiencia creativa. Pero estos productos no son otra cosa que excepciones, en parte. Sin embargo, entrelazándose con el resto de la su actividad artística, vienen a configurar una inmensa telaraña de pinturas, esculturas, gravados, carteles, diseño de logotipos, ilustración de libros, elaboración de portadas y un largo etcétera que, al echarles un vistazo, impresiona. Aproximarse a toda la producción boixiana resulta, pues, poco menos que imposible. Y en parte, también, por la propia naturaleza de la obra de arte.


Dies d’ira (Dias de ira). 1993.
Aquarela y pan de oro sobre cartón. 19 x 13 cm.

Así, la obra de arte pictórica o escultórica —plástica en definitiva—, por el hecho de ser única, ha de ser también diferente a las que le han precedido, y diferente, aún, a las que le sucederán —excepción hecha de la obra gráfica o el cartel, o las ilustraciones. Un cuadro, por ejemplo, una vez pensado por Boix y pintado, como pieza irrepetible, cuando es adquirido por un particular o por una institución, podemos llegar fácilmente a perderle la pista. No es, éste, en general, el caso de la obra de Manuel Boix, pero su dispersión, en un corpus tan colosal como el del artista de l’Alcúdia, sí que colabora —y colaborará— a hacer difícil el estudio de lo que podríamos definir como “obra completa”.

Por todo ello, en este escrito mío no pretendo —sería una pretensión absurda— hacer un recorrido por todas y cada una de las obras que han salido del taller de Manuel Boix en el período fijado en el título. En definitiva, procuraré, a través de las series más destacadas que ha elaborado en los últimos doce años, hacer unas cuantas aproximaciones a su trabajo, no como lo haría un historiador del arte—soy consciente de ello—, sino como “espectador” hasta cierto punto “privilegiado” de su obra. No pretendo tampoco, a pesar de mi oficio, acercarme con ansias eruditas o académicas. Es una tarea que, quizá, empezaré algún día. O veré con gozo como lo hace otro. Ahora solamente quiero mirar —mirarme— la obra de uno de los artistas que más peso han tenido y tienen en el panorama del arte valenciano de la segunda mitad del siglo XX y de estos inicios del siglo XXI. Soy consciente, también, que algunos no compartirán esta última opinión. Pero, admiremos más o menos las creaciones de Boix —como podemos hacerlo con las de Gozzoli o los Bellini, entre los antiguos— y nos guste más o menos su trabajo —como nos pueden resultar más o menos atractivos los trabajos de Warhol o Bacon—, hay que reconocer que Boix tiene, hoy por hoy, detrás de él, un trabajo al que no le podemos negar la contundencia y el rigor.

No todos los pintores que he citado más arriba son, seguramente, santos de la devoción de Boix. Tampoco lo buscaba. Pero él mismo se ha confesado admirador de algunos, y los reconoce como “maestros”, explícita o implícitamente, en sus obras. De algunos de ellos, incluso, arrastraba señales evidentes en los lienzos y en algunas series de sus primeras etapas —pienso ahora en Retransmissió televisiva del miracle (Retransmisión televisiva del milagro, 1970), en Edip i el fill de la Verònica (Edipo y el hijo de la Verónica, 1970) y, especialmente, en Falconeria (Halconería, 1971), por poner nada más unos cuantos ejemplos que están en la mente de todos los que conocemos su obra.

Sin embargo, si en aquellas etapas iniciales podemos advertir un Boix en cierta medida “vacilante”, es a partir de los años 80 cuando Boix parece que inicia una búsqueda de una forma de expresión particular, personal. Y, si bien los temas y los motivos de sus lienzos siguen remitiendo a la cotidianeidad, ahora comenzarán a desnudarse de una manera evidente, como ya ha sido señalado por la crítica especializada. Por poner un ejemplo: si la truculencia que se ha destacado en diversos sitios en su serie Falconeria, o en las obras que tienen de fondo una visión particular de las Germanías, venía referida a la represión ejercida por el poder, sea directamente, sea a través de los mass media, en las pinturas que se recogen en Alfabet (Alfabeto), de Josep Palàcios, (1987) y que funciona como catálogo literario de la obra de Boix, nos podemos encontrar también ciertas truculencias, ciertos claroscuros, o recuerdos del tenebrismo, aplicados, ahora, a unos modelos, a unos objetos más desnudos, descarnados, del día a día, o a cuerpos que, a pesar de la evidente fragmentación, no pretenden ningún resultado sangrante o doloroso, sino que los desgarramientos, las erosiones o los cortes —pintados o reales, sobre los lienzos—, están en función de la búsqueda de un resultado estético de gran efecto. Es, por tanto, a partir de este momento cuando Boix ya comienza a hacer un gran despliegue de su lenguaje personal, de su estética particular en todos los trabajos.

 

 

 

 

Nomdedeu, de Vicent Josep Escartí.

Composició a partir de V (Sèrie Alfabet) (Composición a partir de V, Serie Alfabeto). 1987.
Composició a partir de V (Sèrie Alfabet) (Composición a partir de V, Serie Alfabeto). 1987.
Carboncillo y óleo sobre lienzo.

T.V. 1997.

Ilustraciones para el NewYork Times. 1988-1990.

Ilustraciones para el NewYork Times. 1988-1990.Ilustraciones para el NewYork Times.
1988-1990.
Tinta china sobre papel. 6 x 6 cm; i 6,5 x 17,5 cm.

 

Baixant l’escala de la ignomínia (Bajando la escalera de la ignominia) (I, II y III). 1990. Baixant l’escala de la ignomínia (Bajando la escalera de la ignominia) (I, II y III). 1990.
Aiguafort sobre paper. 30 x 22 cm.

Precisamente, aquella concepción de la pintura y del arte o, para ser más exactos, aquella concepción del resultado de su trabajo como pintor y las ansias de modernidad le llevarían a buscar nuevos horizontes que transcendiesen los límites del mundo cultural valenciano —del mundo cultural europeo. Por otra parte, no deja de resultar hasta cierto punto revelador el hecho que Boix, al ofrecérsele la oportunidad de una estancia en el extranjero —siguiendo la tradición más académica de los grandes pintores del XIX y anteriores—, opte por Nueva York, saltándose así cualquier insinuación académica. Teniendo en cuenta cuales eran los gustos y las preferencias ya marcadas en la obra de nuestro pintor, es realmente sintomático que Boix no opte por hacer un viaje o vivir en una de las capitales europeas de más renombre, de cara al mundo artístico, como por ejemplo Roma, con su carga de tradición y de erudición, o París, con el mito de la cultura francesa. La ciudad escogida, y en donde pasará casi cuatro años de su vida, será la capital de la cultura más moderna, la capital del nuevo mundo que, a medida que pasan los años, se va manifestando más y más poderoso. Si la Roma de los grandes papas del Renacimiento y del Barroco atrajo a los artistas, si el París del XVIII y del XIX atrajo también a los intelectuales, hoy por hoy el futuro pasaba —y pasa— por la cultura anglosajona de los Estados Unidos. Boix lo entendió así y es por eso que hizo el salto a la Nueva York de la segunda mitad de los años 80. Y, más aún, por el mito del pop art que, durante su época de estudio, fue el referente indiscutible de la modernidad más absoluta, de la ruptura más descarada y de la reivindicación de determinados valores contestatarios en una sociedad como la de los años 60, dominada todavía por la presencia dictatorial de la cultura franquista y del establishment local que, en materia de pintura, de ninguna de las maneras se atrevía a ir más allá de las realizaciones de regusto sorollesco, como temas paisajísticos de tradición arraigada y con unos objetivos claramente decorativos. Técnicamente, aquellas realizaciones, aquellos productos locales podían demostrar unas cualidades excelentes en muchos casos —y provenían de las enseñanzas académicas del momento—, pero no podían satisfacer las aspiraciones creativas de artistas como Boix. El hecho de mirar hacia otro lugar se imponía. Y en el pop art —que llegaba de la mano de Andy Warhol, Roy Lichtenstein o Robert Rauschenberg, y con música poprock o con la de los Beatles—, Boix y algunos de su generación encontraron un referente a seguir. Pero no era de eso de lo que quería hablar, sino de la imagen magnificada de aquella corriente cultural que, cuando Boix la contemplará en directo —sin el filtro del papel couché de las revistas—, acabará por desmitificarla: el pop, en lo que se refiere a planteamientos y soluciones técnicas o estéticas, acabará por parecerle pobre. Quizá los creadores del pop art no habían pretendido nunca otra cosa, no habían buscado ninguna riqueza ornamental, material o técnica; pero, tal como llegaban aquellas reproducciones a nuestro país, parece que podían ejercer un mayor impacto visual que el “directo”. Al menos, aquella fue la impresión que le hizo. A mí, después de conocer la trayectoria de Manuel Boix, me da la sensación que, quizá, aquello que le atrajo del pop art, fue más que nada la capacidad de sorprender. El pop art, que había irrumpido sorprendentemente, y que sorprendía a Boix, cuando se veía, cuando se analizaba de cerca, perdía su poder de atracción.

En cualquier caso, la estancia de Boix en Nueva York se centró en el trabajo. Entre otros, en el prestigioso The New York Times, como dibujante —y utilizando su experiencia anterior como ilustrador en prensa española—, y en la realización de dibujos y bocetos preparatorios de lo que después sería El punt dins el moviment (El punto dentro del movimiento), o de trabajos que ahora resultan tan emblemáticos como Harrison Street (1988) o una serie de grabados que llevarán por título Baixant l’escala de la ignominia (Bajando la escalera de la ignominia, 1990) y donde Boix trata una vez más de absorber la realidad que le envuelve, bien sea del exterior, como los espacios urbanos cotidianos, bien sea del interior de los hogares de aquella ciudad que, tanto en el concepto como en la forma, resultan evidentemente diferentes a los de nuestros ámbitos. En este sentido, si los grabados de la ignominia hacen alusión a la miseria humana que encontró al lado de las grandes fortunas de la urbe seguramente más rica del mundo—más allá de posibles referentes más personales o concretos—, el caso de Harrison Street es, por el contrario, una mirada introspectiva y atenta a un interior cotidiano donde el artista, lejos de poetizar aquella mirada hacia el interior, prefiere mostrarnos un espacio desnudo, crudo y descarnado, en el cual llega a extremos claramente detallistas que se acentúan por el uso de una técnica de resultados tan secos como la del grafito sobre el papel. No hay ningún elemento onírico ni ninguna concesión a la narrativa, y las paredes del loft, con una escalera y un espacioíntimo para dormir, sólo contienen la autocita del Espill impensat (Espejo impensado,1987), obra del mismo pintor.

Espill impensat (Espejo impensado). 1988.

Desde mi pequeño punto de vista, Harrison Street es —o supone— un cambio evidente o, quizá, más aún, la confirmación del cambio. Los elementos en juego, siendo casi los mismos de otra obra de Boix, pintada en 1969 (Oració per a una nit —Oración para una noche—), son tan radicalmente diversos que, a pesar del evidente diálogo que pueden mantener, a través del tiempo, un cuadro y el otro, la oposición entre los dos ámbitos es tan remarcable que de la poética de Boix solamente podemos detectar la línea que los une, de manera invisible, y que, en esencia, se enlaza nada más, en cuanto que ambas obras recogen la mirada reflexiva del pintor sobre un espacio de funciones idénticas, tradicional y dramático el de 1969, desnudo y aséptico, descarnado, el de 1987.

Pero mi interés no era hablar aquí de la etapa neoyorquina de Boix; sin embargo, evidentemente, necesitaba hacer unas referencias iniciales, para entender no el cambio que se opera en las obras posteriores a estos años —y de las cuales hablaré a continuación—, sino de la confirmación de una evolución que ya se había iniciado antes de hacer aquella estancia en la ciudad americana, y que se mostraría plenamente, de nuevo, al regresar Boix a su tierra y al preparar una exposición de la magnitud y el relieve que conseguiría El punt dins el moviment. No obstante, hay otra serie de Boix que, pese a no ser tan espectacular —tan escenográfica y monumental, por decirlo en otras palabras—, puede tener también un evidente interés a la hora de entender su producción. Me refiero a La maleta del pintor, la cual, fijada en una primera versión el mismo 1987, tendría, aún, nuevas realizaciones, hasta llegar a 1991, fecha de la vuelta de Boix de los Estados Unidos, en que aquella maleta —metafórica, símbolo y referente— se convertía en un equipaje de ida y vuelta, como veremos a continuación.

La segona pell de Ticromart (La segunda piel de Tricomart). 1993.
La segona pell de Ticromart (La segunda piel de Tricomart).1993.
Carboncillo y óleo sobre tela. 200 x 200 cm.

Mig i mig (Medio y medio) (Serie La maleta del pintor). 1986.

Ilustraciones para el NewYork Times. 1988-1990.

Ilustraciones para el NewYork Times. 1988-1990.
Ilustraciones para el NewYork Times.
1988-1990.
Tinta china sobre papel. 6 x 6 cm; i 6,5 x 17,5 cm.

 

 

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