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APROXIMACIONES A LA OBRA DE MANUEL BOIX (1991-2003)
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icent J. Escartí
A modo de preliminar
Cualquiera que trate de acercarse a la obra de Manuel
Boix tropezará, enseguida, con múltiples inconvenientes,
entre los cuales —y no es precisamente el mayor— el gran
alcance de la misma. Boix se prodiga y elabora una gran
cantidad de “productos” que, a parte de los que podríamos
calificar de más tradicionales —al menos, por el soporte—,
se pueden diversificar hasta puntos insospechados.
Y pondré un par de ejemplos: el diseño de los decorados
y del vestuario de una obra teatral, de Macchiavello, o el diseño de la carpeta de un disco, forman parte de su
experiencia creativa. Pero estos productos no son otra cosa
que excepciones, en parte. Sin embargo, entrelazándose con
el resto de la su actividad artística, vienen a configurar una
inmensa telaraña de pinturas, esculturas, gravados, carteles,
diseño de logotipos, ilustración de libros, elaboración de
portadas y un largo etcétera que, al echarles un vistazo, impresiona.
Aproximarse a toda la producción boixiana resulta,
pues, poco menos que imposible. Y en parte, también,
por la propia naturaleza de la obra de arte.
Así, la obra de arte pictórica o escultórica —plástica en
definitiva—, por el hecho de ser única, ha de ser también
diferente a las que le han precedido, y diferente, aún, a las
que le sucederán —excepción hecha de la obra gráfica o el
cartel, o las ilustraciones. Un cuadro, por ejemplo, una vez
pensado por Boix y pintado, como pieza irrepetible, cuando
es adquirido por un particular o por una institución, podemos
llegar fácilmente a perderle la pista. No es, éste, en general,
el caso de la obra de Manuel Boix, pero su dispersión,
en un corpus tan colosal como el del artista de l’Alcúdia,
sí que colabora —y colaborará— a hacer difícil el estudio
de lo que podríamos definir como “obra completa”.
Por todo ello, en este escrito mío no pretendo —sería
una pretensión absurda— hacer un recorrido por todas y
cada una de las obras que han salido del taller de Manuel
Boix en el período fijado en el título. En definitiva, procuraré,
a través de las series más destacadas que ha elaborado
en los últimos doce años, hacer unas cuantas aproximaciones
a su trabajo, no como lo haría un historiador del arte—soy consciente de ello—, sino como “espectador” hasta
cierto punto “privilegiado” de su obra. No pretendo tampoco,
a pesar de mi oficio, acercarme con ansias eruditas o
académicas. Es una tarea que, quizá, empezaré algún día. O
veré con gozo como lo hace otro. Ahora solamente quiero
mirar —mirarme— la obra de uno de los artistas que más
peso han tenido y tienen en el panorama del arte valenciano
de la segunda mitad del siglo XX y de estos inicios del
siglo XXI. Soy consciente, también, que algunos no compartirán
esta última opinión. Pero, admiremos más o menos las
creaciones de Boix —como podemos hacerlo con las de
Gozzoli o los Bellini, entre los antiguos— y nos guste más
o menos su trabajo —como nos pueden resultar más o
menos atractivos los trabajos de Warhol o Bacon—, hay que
reconocer que Boix tiene, hoy por hoy, detrás de él, un trabajo
al que no le podemos negar la contundencia y el rigor.
No todos los pintores que he citado más arriba son,
seguramente, santos de la devoción de Boix. Tampoco lo
buscaba. Pero él mismo se ha confesado admirador de algunos,
y los reconoce como “maestros”, explícita o implícitamente,
en sus obras. De algunos de ellos, incluso,
arrastraba señales evidentes en los lienzos y en algunas series
de sus primeras etapas —pienso ahora en Retransmissió
televisiva del miracle (Retransmisión televisiva del milagro,
1970), en Edip i el fill de la Verònica (Edipo y el hijo de la
Verónica, 1970) y, especialmente, en Falconeria (Halconería,
1971), por poner nada más unos cuantos ejemplos que
están en la mente de todos los que conocemos su obra.
Sin embargo, si en aquellas etapas iniciales podemos
advertir un Boix en cierta medida “vacilante”, es a partir
de los años 80 cuando Boix parece que inicia una búsqueda
de una forma de expresión particular, personal. Y, si
bien los temas y los motivos de sus lienzos siguen remitiendo
a la cotidianeidad, ahora comenzarán a desnudarse
de una manera evidente, como ya ha sido señalado por la
crítica especializada. Por poner un ejemplo: si la truculencia
que se ha destacado en diversos sitios en su serie Falconeria, o en las obras que tienen de fondo una visión particular
de las Germanías, venía referida a la represión ejercida por
el poder, sea directamente, sea a través de los mass media,
en las pinturas que se recogen en Alfabet (Alfabeto), de
Josep Palàcios, (1987) y que funciona como catálogo literario
de la obra de Boix, nos podemos encontrar también
ciertas truculencias, ciertos claroscuros, o recuerdos del
tenebrismo, aplicados, ahora, a unos modelos, a unos objetos
más desnudos, descarnados, del día a día, o a cuerpos
que, a pesar de la evidente fragmentación, no pretenden
ningún resultado sangrante o doloroso, sino que los desgarramientos,
las erosiones o los cortes —pintados o reales,
sobre los lienzos—, están en función de la búsqueda
de un resultado estético de gran efecto. Es, por tanto, a
partir de este momento cuando Boix ya comienza a hacer
un gran despliegue de su lenguaje personal, de su estética
particular en todos los trabajos.
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Precisamente, aquella concepción de la pintura y del arte
o, para ser más exactos, aquella concepción del resultado
de su trabajo como pintor y las ansias de modernidad le
llevarían a buscar nuevos horizontes que transcendiesen los
límites del mundo cultural valenciano —del mundo cultural europeo. Por otra parte, no deja de resultar hasta cierto
punto revelador el hecho que Boix, al ofrecérsele la oportunidad
de una estancia en el extranjero —siguiendo la
tradición más académica de los grandes pintores del XIX y
anteriores—, opte por Nueva York, saltándose así cualquier
insinuación académica. Teniendo en cuenta cuales eran los
gustos y las preferencias ya marcadas en la obra de nuestro
pintor, es realmente sintomático que Boix no opte por
hacer un viaje o vivir en una de las capitales europeas de
más renombre, de cara al mundo artístico, como por ejemplo
Roma, con su carga de tradición y de erudición, o
París, con el mito de la cultura francesa. La ciudad escogida,
y en donde pasará casi cuatro años de su vida, será la
capital de la cultura más moderna, la capital del nuevo
mundo que, a medida que pasan los años, se va manifestando
más y más poderoso. Si la Roma de los grandes papas
del Renacimiento y del Barroco atrajo a los artistas, si el
París del XVIII y del XIX atrajo también a los intelectuales,
hoy por hoy el futuro pasaba —y pasa— por la cultura
anglosajona de los Estados Unidos. Boix lo entendió así y
es por eso que hizo el salto a la Nueva York de la segunda
mitad de los años 80. Y, más aún, por el mito del pop art
que, durante su época de estudio, fue el referente indiscutible
de la modernidad más absoluta, de la ruptura más
descarada y de la reivindicación de determinados valores
contestatarios en una sociedad como la de los años 60,
dominada todavía por la presencia dictatorial de la cultura
franquista y del establishment local que, en materia de
pintura, de ninguna de las maneras se atrevía a ir más allá
de las realizaciones de regusto sorollesco, como temas
paisajísticos de tradición arraigada y con unos objetivos
claramente decorativos. Técnicamente, aquellas realizaciones,
aquellos productos locales podían demostrar unas
cualidades excelentes en muchos casos —y provenían de
las enseñanzas académicas del momento—, pero no podían
satisfacer las aspiraciones creativas de artistas como
Boix. El hecho de mirar hacia otro lugar se imponía. Y en
el pop art —que llegaba de la mano de Andy Warhol, Roy
Lichtenstein o Robert Rauschenberg, y con música poprock
o con la de los Beatles—, Boix y algunos de su generación
encontraron un referente a seguir. Pero no era de
eso de lo que quería hablar, sino de la imagen magnificada
de aquella corriente cultural que, cuando Boix la contemplará
en directo —sin el filtro del papel couché de las revistas—,
acabará por desmitificarla: el pop, en lo que se
refiere a planteamientos y soluciones técnicas o estéticas,
acabará por parecerle pobre. Quizá los creadores del pop
art no habían pretendido nunca otra cosa, no habían buscado
ninguna riqueza ornamental, material o técnica; pero,
tal como llegaban aquellas reproducciones a nuestro país,
parece que podían ejercer un mayor impacto visual que
el “directo”. Al menos, aquella fue la impresión que le hizo.
A mí, después de conocer la trayectoria de Manuel Boix,
me da la sensación que, quizá, aquello que le atrajo del
pop art, fue más que nada la capacidad de sorprender. El
pop art, que había irrumpido sorprendentemente, y que
sorprendía a Boix, cuando se veía, cuando se analizaba de
cerca, perdía su poder de atracción.
En cualquier caso, la estancia de Boix en Nueva York
se centró en el trabajo. Entre otros, en el prestigioso The
New York Times, como dibujante —y utilizando su experiencia
anterior como ilustrador en prensa española—, y
en la realización de dibujos y bocetos preparatorios de lo
que después sería El punt dins el moviment (El punto dentro
del movimiento), o de trabajos que ahora resultan tan
emblemáticos como Harrison Street (1988) o una serie de
grabados que llevarán por título Baixant l’escala de la ignominia
(Bajando la escalera de la ignominia, 1990) y donde
Boix trata una vez más de absorber la realidad que le envuelve,
bien sea del exterior, como los espacios urbanos
cotidianos, bien sea del interior de los hogares de aquella
ciudad que, tanto en el concepto como en la forma, resultan
evidentemente diferentes a los de nuestros ámbitos.
En este sentido, si los grabados de la ignominia hacen alusión
a la miseria humana que encontró al lado de las grandes
fortunas de la urbe seguramente más rica del mundo—más allá de posibles referentes más personales o concretos—,
el caso de Harrison Street es, por el contrario, una
mirada introspectiva y atenta a un interior cotidiano donde
el artista, lejos de poetizar aquella mirada hacia el interior,
prefiere mostrarnos un espacio desnudo, crudo y descarnado,
en el cual llega a extremos claramente detallistas
que se acentúan por el uso de una técnica de resultados
tan secos como la del grafito sobre el papel. No hay ningún
elemento onírico ni ninguna concesión a la narrativa,
y las paredes del loft, con una escalera y un espacioíntimo para dormir, sólo contienen la autocita del Espill
impensat (Espejo impensado,1987), obra del mismo pintor.
Desde mi pequeño punto de vista, Harrison Street es —o supone— un cambio evidente o, quizá, más aún, la
confirmación del cambio. Los elementos en juego, siendo
casi los mismos de otra obra de Boix, pintada en 1969
(Oració per a una nit —Oración para una noche—), son
tan radicalmente diversos que, a pesar del evidente diálogo
que pueden mantener, a través del tiempo, un cuadro
y el otro, la oposición entre los dos ámbitos es tan
remarcable que de la poética de Boix solamente podemos
detectar la línea que los une, de manera invisible, y que,
en esencia, se enlaza nada más, en cuanto que ambas obras
recogen la mirada reflexiva del pintor sobre un espacio de
funciones idénticas, tradicional y dramático el de 1969,
desnudo y aséptico, descarnado, el de 1987.
Pero mi interés no era hablar aquí de la etapa neoyorquina
de Boix; sin embargo, evidentemente, necesitaba hacer
unas referencias iniciales, para entender no el cambio
que se opera en las obras posteriores a estos años —y de las
cuales hablaré a continuación—, sino de la confirmación
de una evolución que ya se había iniciado antes de hacer
aquella estancia en la ciudad americana, y que se mostraría
plenamente, de nuevo, al regresar Boix a su tierra y al preparar
una exposición de la magnitud y el relieve que conseguiría
El punt dins el moviment. No obstante, hay otra serie
de Boix que, pese a no ser tan espectacular —tan escenográfica
y monumental, por decirlo en otras palabras—,
puede tener también un evidente interés a la hora de entender
su producción. Me refiero a La maleta del pintor, la
cual, fijada en una primera versión el mismo 1987, tendría,
aún, nuevas realizaciones, hasta llegar a 1991, fecha de la
vuelta de Boix de los Estados Unidos, en que aquella maleta —metafórica, símbolo y referente— se convertía en un
equipaje de ida y vuelta, como veremos a continuación.
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