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APROXIMACIONES A LA OBRA DE MANUEL BOIX (1991-2003)
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icent J. Escartí
Los Borja en Gandia (1992-1998)
El proyecto Els Borja a Gandia (Los Borja en Gandia) es
una de aquellas empresas que, en manos de Boix, ha ido
creciendo con el paso de los años, y no solamente por lo
que se refiere al concepto, sino incluso en lo que atañe a
las dimensiones. De hecho, la aventura de los Borja de Boix
comenzaba en 1992 con la exposición que a finales de aquel
año se llevaba a cabo en la Sala de Exposiciones del Hospital
de Sant Marc, donde se presentaban por primera vez
en público cinco realizaciones en bronce, de dimensiones
reducidas —unas por otras, alrededor de unos 25 cm. de
altura— de los cinco personajes de la familia Borja que más
trascendencia han tenido a lo largo de la historia.
El año 1992 se conmemoraba el quinto centenario del
inicio del pontificado del papa Alejandro VI, el segundo
pontífice de aquella estirpe valenciana que consiguió, desde
el más alto escalón de la Iglesia, darse a conocer en todo
el mundo. Los Borja se convertían así en valencianos “universales” —si se me permite abusar, una vez más, de este
calificativo tan útil por una parte y tan desproporcionado
por otra, pero tan apreciado por todas las comunidades
humanas. Los Borja se convertían, al fin y al cabo, y si bien
se mira, en unos más, entre los grandes señores de la Italia
del Renacimiento, y practicarían —he estado a punto de
escribir “caerían en”— los vicios y las virtudes propias de
su tiempo. Dejarían, eso sí, una leyenda negra detrás de
ellos, que es tanto como decir que, en efecto, en su estancia
en el mundo no pasaron desapercibidos. Alfonso de
Borja, servidor del rey Magnánimo en Nápoles y quien
acabó en realidad con el Cisma de Occidente con el papa
de Peñíscola, se convirtió, con el paso del tiempo, en el
papa Calixto III; su sobrino Rodrigo —papa Alejandro
VI—, los dos hijos de éste, César y Lucrecia, y un nieto
de aquel, duque de Gandia y después santo, Francisco de
Borja, muestran quizá como ninguna otra familia europea,
las líneas del poder, del pensamiento y de la religión en la
Europa convulsa del siglo XVI. No hace falta decir que unos
valencianos —adoptivos algunos de ellos— como aquellos,
para nuestras tierras se convertían, en nuestra postmodernidad
autonómica, en una especie de lujo: en especial,
porque las maldades que cometieron —que, sin duda,
cometieron algunas—, no nos afectaron de lleno, y son,
simplemente, historia.
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Pero la reflexión anterior no era gratuita. He tratado
de recordar, con una pincelada, la trascendencia de unos
Borja que, mientras que por todo el mundo son símbolos
de nepotismo, crueldad y lujuria —exceptuando el caso
de san Francisco—, en tierras valencianas son signo de
poder y de gloria pretéritas. Pero, la imagen de los Borja —la imagen que de ellos ha dejado la historia— es evidente que está distorsionada. El ataque de la historiografía
italiana —que ha cargado sobre los Borja, italianos no italianos,
todas las culpas de un Renacimiento sangriento en
aquella península—, y la operación de transformación en
leyenda negra “romántica” de los franceses y en especial
de los ingleses —tan afectos a estas mitificaciones—, acabó
de remachar el clavo. Reivindicaciones como las del
benemérito Olmos Canalda, poco tenían que hacer. Trabajos
como los del padre Batllori, aún están en marcha y
pasarán décadas hasta que lleguen a dar su fruto. Por eso,
la misión de Boix, enfrentándose a unos personajes como
los Borja, no era fácil. Y por eso, había que señalarlo. No
se trataba de “conversar” a puerta cerrada con unos personajes
históricos, sino, en definitiva, de tratar de fijar su
imagen externa, a través de la escultura, que iba a ser el
género escogido por Boix.
Els Borja a Gandia, en su primera versión (1992), se nos
mostraban como una colección de esculturas de gran calidad
formal, en bronce y con pátinas verdes que aportaban
el carácter del paso del tiempo que tanto gusta a Boix. Pero
eso no era todo. Había, por así decirlo, la versión “oficial”
—las cinco esculturas de cuerpo entero, la del papa Calixto
sentado y los demás de pie—, y había una versión —desde
mi punto de vista, interesantísima—, donde Boix rebasaba
la mera representación más o menos idealizada, a la manera
del Renacimiento, de los personajes en cuestión. Se trataba,
esta variación, de cinco “cajitas” de madera de diversas
medidas donde Boix, aprovechando materiales recuperados
de la misma fundición de los Borja “oficiales”, creaba
lo que, para seguir una terminología ya empleada en el
catálogo que sobre el tema se publicó en 1998, podríamos
calificar de alegorías. El calificativo se ajusta perfectamente
a lo que define, en el caso de los objetos boixianos, y hacen aparecer en la escena un mundo más fantástico, más
alusivo, que los simples retratos de los personajes, de acuerdo
con la iconografía que sobre ellos nos ha llegado.
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Estos otros Borja, que podríamos calificar de alternativos,
son, también, cinco piezas. La primera, dedicada a Alfonso
de Borja, representa al papa, pero no su imagen
completa, sino un fragmento, utilizando uno de los recursos
predilectos de Boix: la fragmentación. Sin embargo, la
cruz sobresale entera, por encima del espacio que enmarca
la caja. Hay que decir, además, que el conjunto tiene un
acentuado aire tenebrista. En el caso de Rodrigo de Borja,
los elementos en juego son también un fragmento de la
escultura de este papa —ahora medio recubierta de material
blanco, testimonio del molde de donde ha salido—, y
un huevo cerámico, en representación del mundo que él
mismo se encargó de “dividir” entre Castilla y Portugal,
las dos potencias que entonces se enfrentaban por el dominio
de las Indias. La tercera de las composiciones es la
de César Borja. El fragmento de la escultura rescatado aquí
es el torso, solamente, mientras que la “cabeza” ha sido
sustituida por un ónice, emblemático y hasta cierto punto
fálico, representación inequívoca del poder de aquel que
casi llegó a coronarse rey de la Romaña. El caso de Lucrecia
Borja permite a Boix una nueva manipulación, de recursos
casi pictóricos: de la escultura dedicada a aquella
dama, Boix sólo rescata la cabeza, que deposita en el suelo,
como decapitada, falta de la capacidad de pensar, de
decidir. Al fondo, una minúscula esculturita de la misma
Lucrecia, tallada en yeso, preludia lo que después serán las
soluciones para los Borja del 98. La composición, incluso,
insinúa un paisaje, en parte amenazador, y contiene, también,
en clara alegoría femenina, un bolillo para hacer trabajos
de tejido. Finalmente, en cuanto a san Francisco de
Borja, Boix ha optado de nuevo por rescatar nada más que
su cabeza, provinente de la escultura original, y el espacio
de la caja ha sido dividido en dos, como en el caso de
César, situando, en la parte que habría de ocupar el cuerpo,
un fragmento de piedra caliza, seca, en alusión posible
a la ascesis, a la mística practicada por aquel santo jesuita. |
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Como acabamos de ver, la mirada de Boix sobre los
Borja se había bifocalizado: por una parte, una visión ajustada
a su propia realidad —la de los Borja— demandaba
un lenguaje que aquellos mismos personajes habrían entendido.
Así, encontramos unas esculturas de aire renacentista,
en la mejor tradición de los Leoni, por poner un
ejemplo. Sin embargo, cuando va más allá, cuando hace
su visión personal sobre los Borja, el resultado pasa los límites
del lenguaje formalista y entra en caminos que se
ajustan mucho más a lo que es su trayectoria habitual.
Esto dicho ahora mismo me da pie para hablar de su última aproximación a los Borja: las estatuas borgianas colocadas
en Gandia, en la plaza de la antigua Universidad,
en 1998, pero que se realizaron en dos etapas, en 1995 y el
mismo 1998. Estas esculturas, de tamaño natural, fundidas
en bronce, y de las que hablaremos aún más adelante, estaban
destinadas a ocupar uno de los espacios más emblemáticos
de la ciudad de Gandia, y conviene señalar que,
aunque siguen y mejoran las primigenias aproximaciones
boixianas de carácter detallista y de resolución renacentista,
les hemos de atribuir aún otra característica, teniendo en
cuenta que Boix, consciente que la solución empleada
podía ser tildada de periclitada —la representación realista
y figurativa—, incorporó deliberadamente un elemento
nuevo a tener en cuenta, que dota de una absoluta modernidad
el resultado final: las esculturas de los Borja están
situadas sobre unos basamentos de 4 metros, de hierro, que
las convierten en estilizadas columnas o pilastras, configurando
un espacio prácticamente de tablero de ajedrez y
donde los personajes representados, a tal altura, se desplazan
por encima de los niveles que habrían de serles “naturales”.
Boix, con este alejamiento de los Borja respecto al
suelo, quizá pretende, más que encumbrarlos —que también,
en parte—, distanciarlos de la mirada del espectador,
que se ve obligado a buscarlos, si quiere tenerlos como
punto de referencia, si quiere escrutarlos. Los Borja, por la
mano de Boix, vienen a ser, casi, ermitaños que viven encima
de su columna y llegan a convertirse, en parte, en
objetos modernos, por lo nuevos e impensados.
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