MANUEL BOIX

 

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APROXIMACIONES A LA OBRA DE MANUEL BOIX (1991-2003)

 
 

 

icent J. Escartí

El rostre (1999-2003)

No porque esta serie, El rostre, sea la última que ha realizado Boix hasta ahora diré que es la mejor, en mi opinión de espectador “privilegiado” —que es como me he querido definir, al iniciar esta reflexión sobre una parte de la obra de este artista valenciano—. Más bien afirmaré que se mantiene dentro de la línea de excelencia que me parece que se puede trazar a lo largo de todos sus trabajos. Pero, sin ánimo de parecer interesado en el comentario, me gustaría insinuar que —de nuevo desde mi óptica—, nos encontramos ante una nueva superación. Y Boix, creo que supera su propio nivel de calidad, precisamente recuperando parte del pasado personal como artista plástico —un cierto tenebrismo, un cierto efectismo basado en los claroscuros— y recurriendo a un elemento que, en él, siempre habíamos visto aparecer aquí y allá: el rostro humano, bien al natural —y me permitiré la licencia, consciente como soy que no hay nada “natural” en la obra de Boix—, bien en versión, revisión, manipulación o fragmentación de la obra de otros sobre unos cualesquiera rostros humanos. Pienso ahora —por lo que se refiere a estos dos grupos que acabo de diferenciar— en obras tan alejadas en el tiempo como Llavis (Labios, 1973) El cicle de maig (El ciclo de mayo, 1975), Quadern (Cuaderno, 1974), Dues absències (Dos ausencias, 1980) o Dos esquinçalls (Dos jirones, 1982), por poner solamente unos casos elegidos al azar y donde Boix representa la faz humana o una pintura o una escultura que, a su vez, la representa también.

El rostro, en especial la piel, que es metáfora del mismo lienzo que utiliza el pintor y donde el tiempo va dejando su huella, y los cabellos, que enmarcan la cara, como contexto, son, claramente, lo más singular del ser humano. El rostro, único y siempre visible, y en la medida que se convierte en punto de referencia para los humanos, en todo momento, cuando nos encontramos con alguien de nuestra misma especie, nos identifica. Seguramente por eso, Boix, en esta serie, ha optado, como ya había hecho antes de manera más difusa, por construir sus relatos pictóricos a partir de rostros. Pero los rostros de esta serie no son del todo reales; aunque tampoco son del todo imaginarios. Participan de ambas características sin que una llegue a dominar sobre la otra y son, en todo caso, verosímiles, que supongo que es la pretensión última del autor.

La serie, desde 1999 hasta ahora mismo —y contando con las obras que ya aparecen recogidas en El rostre (2002), más las de la actual exposición en la Fundación Bancaja—, pasa de una veintena de piezas y son, la mayoría, lienzos al carboncillo, con ligeros toques de óleo diluido en algunos casos, y, casi siempre, también de grandes formatos. Teniendo en cuenta que algunos de ellos los comento en otra sección de este catálogo, no me detendré en todos, pero sí que quisiera destacar algunos, o algunas de sus características principales, por lo menos de pasada, para poder seguir con mi discurso.

Es muy posible que la serie se iniciase con Rostre que comença (Rostro que comienza, 1999), y que el resultado le pareciese al autor tan impactante como lo es al mirarlo cualquier espectador. Por lo menos a mí me lo resulta. Aquel rostro en un primerísimo plano y de dimensiones colosales, nos observa, primitivamente, como si nos descubriese él a nosotros y no nosotros a él. Y como si, además, aquel personaje proviniese de un tiempo remoto. Sus ojos, casi inexistentes en la realización de Boix, así parecen indicarlo.

Pero quizá, el siguiente en el tiempo fue Rostre amb somriure de vidre (Rostro con sonrisa de cristal, 2001), de una contundencia tan severa que sólo podemos explicarlo cuando entendemos que aquel lienzo es una alegoría de la muerte y, por extensión, del paso del tiempo. La inscripción con carácter epigráfico, el rostro helado y el montón de materia informe —las cenizas— bien que lo explicitan.

Contrariamente, en Rostre que inicia la desfiguració (Rostro que inicia la desfiguración, 2001) nos encontramos con el mismo personaje que aparece representado en Rostre a l’ombra de Rimbaud (Rostro a la sombra de Rimbaud, 2001), y son dos de las pinturas que más vida parecen transmitir. Este par de lienzos son de los más emblemáticos de la serie, porque ya comienzan a tener claramente definidas las características, el estilo de lo que será el resto del conjunto. He de señalar todavía que, si el primero tiene claras connotaciones pictóricas, el segundo aporta una referencia literaria de no siempre clara interpretación, que añade un toque de misterio al trabajo de Boix.

Rostre recordat (Rostro recordado, 2002) es una nueva versión de Lina, del 1964. No insistiré en mi comentario. Ya lo he hecho, más adelante. Pero sí que quiero señalar que este cuadro, como Rostre amb la boca oberta (Rostro con la boca abierta, 2001), Rostre envaït (Rostro invadido, 2001) o Esbós per a un retrat en un revolt (Boceto para un retrato en un reviro, 2003), entre otras, forma parte de un conjunto en el cual la parte “anulada” del lienzo —pero con dibujo— y la parte “pintada” —con figuración, quiero decir— son casi equiparables en superficie, de manera que el pintor va delineando un juego de ausencias y de lagunas en sus lienzos que colabora a conferir interés a la pintura, en tanto que la hace más enigmática y aniquila cualquier insinuación de amabilidad. Practica, Boix, una especie de juego creativo y destructivo, y pretende borrar, a veces, la propia obra. Pero, todo eso es un nuevo espejismo: estas ausencias pintadas, que simulan la materia —pintura, yeso—, quieren establecer un diálogo con el dibujo por él mismo, y seguramente no son otra cosa que una demostración virtuosista de la técnica con que Boix, como en otros recursos empleados en otros lugares, hace y se contradice a si mismo.

Una solución relativamente diferente la tenemos en otro de los cuadros de esta serie que mayor impacto ejerce sobre el espectador. Me refiero a La mirada innumerable de Narcís (2003). Es un lienzo resuelto a partir de la multiplicación de un rostro, en un evidente juego de espejos que viene
solamente insinuado por la diferencia de intensidad en el trazo del carboncillo en las diversas partes en que se estructura la tela. La fragmentación, un recurso muy boixiano también, colabora a remarcar el efecto de los espejos. Pero Boix, al duplicar el personaje, obliga la mirada hacia adentro, en un ejercicio complicadísimo tanto que el autor ha querido aportar una incógnita más a su lienzo, desde el momento que, a pesar de las semblanzas evidentes, los personajes pintados que hacen el papel de espejo son diversos.

Por último, no quiero terminar este epígrafe sin citar, aunque sea de paso, el Retrat de Mart, ratlla a ratlla (Retrato a Marte, raya a raya, 2003), que para mí es una alusión a los conflictos armados por los que pasa la sociedad actual a nivel global, aunque esta referencia no viene tanto por el rostro allí pintado como por la sugestión del título que, como en otras ocasiones, se transforma en un elemento fundamental para interpretar la obra. El dios de los guerreros es presentado aquí en una visión novedosa, que se aparta de la tradición iconográfica y nos lo acerca a las soluciones tribales, primitivas, poderosas desde la brutalidad que en algunos casos podíamos descubrir en los rostros de bronce de la serie El
laberint (El laberinto), como ya hemos mencionado antes. Creo, también, que la obra ha de conectarse con el Somni finit de Mart (Sueño finito de Marte, 2003): el hieratismo de ambas caras anuncia el poder terrible de la guerra. Los diferentes trazos de Boix, que surcan o salpican aquellos rostros, son un grito de protesta y de rechazo.

No insistiré en más casos concretos. Al fin y al cabo, el recorrido por los rostros de esta serie evidencia una serie de personajes de la mitología personal o colectiva del pintor, y su mayor o menor grado de manipulación, de anulación deliberada y ficticia siempre, a partir de la “imitación” —dibujo, también— de texturas matéricas e informalistas, es una aportación personal de Boix que hace, de nuevo, una reinterpretación de un recurso suyo antiguo: pinturas, barros, yesos aplicados sobre los lienzos, pero también cortes y desgarrones, que ya los podemos encontrar desde los años 80 en series como Acròstic. Aún, como novedad respecto a los trabajos más inmediatos que han precedido a esta serie, quiero remarcar la ausencia de escultura específica y complementaria, cosa que venía siendo habitual, como ya hemos visto. Quizá ello se deba al hecho que la pintura, el dibujo, se ha convertido en más escultórico que nunca.

 

 

 

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