icent J. Escartí
El rostre (1999-2003)
No porque esta serie, El rostre, sea la última que ha realizado
Boix hasta ahora diré que es la mejor, en mi opinión
de espectador “privilegiado” —que es como me he
querido definir, al iniciar esta reflexión sobre una parte de
la obra de este artista valenciano—. Más bien afirmaré que
se mantiene dentro de la línea de excelencia que me parece
que se puede trazar a lo largo de todos sus trabajos.
Pero, sin ánimo de parecer interesado en el comentario,
me gustaría insinuar que —de nuevo desde mi óptica—,
nos encontramos ante una nueva superación. Y Boix, creo
que supera su propio nivel de calidad, precisamente recuperando
parte del pasado personal como artista plástico —un cierto tenebrismo, un cierto efectismo basado en los
claroscuros— y recurriendo a un elemento que, en él,
siempre habíamos visto aparecer aquí y allá: el rostro humano,
bien al natural —y me permitiré la licencia, consciente
como soy que no hay nada “natural” en la obra de
Boix—, bien en versión, revisión, manipulación o fragmentación de la obra de otros sobre unos cualesquiera rostros
humanos. Pienso ahora —por lo que se refiere a estos dos
grupos que acabo de diferenciar— en obras tan alejadas
en el tiempo como Llavis (Labios, 1973) El cicle de maig
(El ciclo de mayo, 1975), Quadern (Cuaderno, 1974), Dues
absències (Dos ausencias, 1980) o Dos esquinçalls (Dos jirones,
1982), por poner solamente unos casos elegidos al azar
y donde Boix representa la faz humana o una pintura o
una escultura que, a su vez, la representa también.
El rostro, en especial la piel, que es metáfora del mismo
lienzo que utiliza el pintor y donde el tiempo va dejando
su huella, y los cabellos, que enmarcan la cara, como
contexto, son, claramente, lo más singular del ser humano.
El rostro, único y siempre visible, y en la medida que se
convierte en punto de referencia para los humanos, en todo
momento, cuando nos encontramos con alguien de nuestra
misma especie, nos identifica. Seguramente por eso,
Boix, en esta serie, ha optado, como ya había hecho antes
de manera más difusa, por construir sus relatos pictóricos
a partir de rostros. Pero los rostros de esta serie no son del
todo reales; aunque tampoco son del todo imaginarios.
Participan de ambas características sin que una llegue a
dominar sobre la otra y son, en todo caso, verosímiles, que
supongo que es la pretensión última del autor.
La serie, desde 1999 hasta ahora mismo —y contando con
las obras que ya aparecen recogidas en El rostre (2002), más
las de la actual exposición en la Fundación Bancaja—, pasa
de una veintena de piezas y son, la mayoría, lienzos al carboncillo,
con ligeros toques de óleo diluido en algunos casos,
y, casi siempre, también de grandes formatos. Teniendo en
cuenta que algunos de ellos los comento en otra sección de
este catálogo, no me detendré en todos, pero sí que quisiera
destacar algunos, o algunas de sus características principales,
por lo menos de pasada, para poder seguir con mi discurso.
Es muy posible que la serie se iniciase con Rostre que
comença (Rostro que comienza, 1999), y que el resultado le
pareciese al autor tan impactante como lo es al mirarlo cualquier
espectador. Por lo menos a mí me lo resulta. Aquel
rostro en un primerísimo plano y de dimensiones colosales,
nos observa, primitivamente, como si nos descubriese él a
nosotros y no nosotros a él. Y como si, además, aquel personaje
proviniese de un tiempo remoto. Sus ojos, casi inexistentes
en la realización de Boix, así parecen indicarlo.
Pero quizá, el siguiente en el tiempo fue Rostre amb
somriure de vidre (Rostro con sonrisa de cristal, 2001), de una
contundencia tan severa que sólo podemos explicarlo cuando
entendemos que aquel lienzo es una alegoría de la muerte
y, por extensión, del paso del tiempo. La inscripción con
carácter epigráfico, el rostro helado y el montón de materia
informe —las cenizas— bien que lo explicitan.
Contrariamente, en Rostre que inicia la desfiguració (Rostro
que inicia la desfiguración, 2001) nos encontramos con el
mismo personaje que aparece representado en Rostre a
l’ombra de Rimbaud (Rostro a la sombra de Rimbaud, 2001),
y son dos de las pinturas que más vida parecen transmitir.
Este par de lienzos son de los más emblemáticos de la serie,
porque ya comienzan a tener claramente definidas las características,
el estilo de lo que será el resto del conjunto.
He de señalar todavía que, si el primero tiene claras connotaciones
pictóricas, el segundo aporta una referencia literaria de no siempre clara interpretación, que añade un
toque de misterio al trabajo de Boix.
Rostre recordat (Rostro recordado, 2002) es una nueva
versión de Lina, del 1964. No insistiré en mi comentario.
Ya lo he hecho, más adelante. Pero sí que quiero señalar que
este cuadro, como Rostre amb la boca oberta (Rostro con la
boca abierta, 2001), Rostre envaït (Rostro invadido, 2001) o
Esbós per a un retrat en un revolt (Boceto para un retrato en
un reviro, 2003), entre otras, forma parte de un conjunto
en el cual la parte “anulada” del lienzo —pero con dibujo—
y la parte “pintada” —con figuración, quiero decir—
son casi equiparables en superficie, de manera que el pintor
va delineando un juego de ausencias y de lagunas en sus
lienzos que colabora a conferir interés a la pintura, en tanto
que la hace más enigmática y aniquila cualquier insinuación
de amabilidad. Practica, Boix, una especie de juego
creativo y destructivo, y pretende borrar, a veces, la propia
obra. Pero, todo eso es un nuevo espejismo: estas ausencias
pintadas, que simulan la materia —pintura, yeso—, quieren
establecer un diálogo con el dibujo por él mismo, y seguramente no son otra cosa que una demostración virtuosista
de la técnica con que Boix, como en otros recursos empleados
en otros lugares, hace y se contradice a si mismo.
Una solución relativamente diferente la tenemos en otro
de los cuadros de esta serie que mayor impacto ejerce sobre
el espectador. Me refiero a La mirada innumerable de Narcís
(2003). Es un lienzo resuelto a partir de la multiplicación
de un rostro, en un evidente juego de espejos que viene
solamente insinuado por la diferencia de intensidad en el
trazo del carboncillo en las diversas partes en que se estructura
la tela. La fragmentación, un recurso muy boixiano
también, colabora a remarcar el efecto de los espejos. Pero
Boix, al duplicar el personaje, obliga la mirada hacia adentro,
en un ejercicio complicadísimo tanto que el autor ha
querido aportar una incógnita más a su lienzo, desde el momento que, a pesar de las semblanzas evidentes, los personajes
pintados que hacen el papel de espejo son diversos.
Por último, no quiero terminar este epígrafe sin citar,
aunque sea de paso, el Retrat de Mart, ratlla a ratlla (Retrato
a Marte, raya a raya, 2003), que para mí es una alusión a los
conflictos armados por los que pasa la sociedad actual a nivel
global, aunque esta referencia no viene tanto por el rostro
allí pintado como por la sugestión del título que, como en
otras ocasiones, se transforma en un elemento fundamental
para interpretar la obra. El dios de los guerreros es presentado
aquí en una visión novedosa, que se aparta de la tradición
iconográfica y nos lo acerca a las soluciones tribales,
primitivas, poderosas desde la brutalidad que en algunos casos
podíamos descubrir en los rostros de bronce de la serie El
laberint (El laberinto), como ya hemos mencionado antes. Creo, también, que la obra ha de conectarse con el Somni
finit de Mart (Sueño finito de Marte, 2003): el hieratismo de
ambas caras anuncia el poder terrible de la guerra. Los diferentes
trazos de Boix, que surcan o salpican aquellos rostros,
son un grito de protesta y de rechazo.
No insistiré en más casos concretos. Al fin y al cabo, el
recorrido por los rostros de esta serie evidencia una serie
de personajes de la mitología personal o colectiva del pintor,
y su mayor o menor grado de manipulación, de anulación
deliberada y ficticia siempre, a partir de la “imitación”
—dibujo, también— de texturas matéricas e informalistas,
es una aportación personal de Boix que hace, de nuevo, una
reinterpretación de un recurso suyo antiguo: pinturas, barros,
yesos aplicados sobre los lienzos, pero también cortes
y desgarrones, que ya los podemos encontrar desde los años
80 en series como Acròstic. Aún, como novedad respecto a
los trabajos más inmediatos que han precedido a esta serie,
quiero remarcar la ausencia de escultura específica y complementaria,
cosa que venía siendo habitual, como ya hemos
visto. Quizá ello se deba al hecho que la pintura, el
dibujo, se ha convertido en más escultórico que nunca.