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icent J. Escartí
La maleta del pintor (1987-1991)
Con La maleta del pintor —una serie que por sus formatos
pequeños y por su concepción parecía destinada a un papel
relativamente secundario—, puede que el autor era más
consciente de lo que hacía de lo que, en principio, se podía
pensar. En efecto, La maleta... es una especie de instalación
donde, partiendo ya de este simple hecho —Boix incorpora
un objeto, pero no sólo como una cosa complementaria,
sino como pieza central— podemos constatar que se estaba
operando alguna transformación en la visión del mundo
que quiere reflejar el pintor, el artista, en sus obras.
La creación de un microcosmos es siempre inherente a
la concepción de cualquier obra: más aún, si aquella obra se
ve construida a partir de fragmentos, de “piezas” que solamente
todas juntas han de tener un sentido determinado.
Una buena muestra son los capítulos de un libro, pongamos
por caso: el autor hará la narración a partir de diferentes
fragmentos de la propia historia, y cada capítulo —como
cada escena dentro de un capítulo— se convierte solamente
en un espacio acotado, para configurar el todo, el mundo
que recoge el libro y que, en la medida que es fruto de la
creación del autor, deviene microcosmos. Eso mismo lo
podemos rastrear en La maleta... Pero, vayamos por partes.
La maleta del pintor es una obra que se ve configurada, en
primer lugar y como el mismo título indica, por una maleta—el objeto en si mismo. Pero no es una maleta al uso.
No se trata de hacer una reflexión sobre la maleta del emigrante,
con la evidente carga social. No se trata, tampoco,
de la maleta que contiene toda clase de objetos de una historia
personal o familiar y que se tiene en la recámara, olvidada.
No es, ni siquiera, la maleta que se usa para hacer un
viaje. La maleta —objeto— escogida por Boix es la de un
prestidigitador, la de un ilusionista: la imitación de piel de
leopardo con que está forrada, bien que lo indica, como
también la profusión de dorados. Esta opción fantasiosa nos
remitiría sin duda a la capacidad de crear, de generar mundos
ilusorios que se espera del artista. Pero, todavía, hemos de
comprender, a partir del dato de la misma maleta, que Boix
no ha optado por cualquier otro referente ilusionista de más
altos vuelos, sino que, seguramente como recuerdo del pop
art y en consonancia con el espacio que ve nacer aquella
obra —la Nueva York de los 80—, Boix escoge aquella
maleta kitsch que, sobre todo, ejercerá la función de reclamo
o señal luminosa que pide la atención del espectador.
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Dentro de la maleta es muy diverso el número de productos
que encontramos. Así, una caja de pinturas, pigmentos,
algún bote con pinceles, lienzos y papeles, nos remiten rápidamente
al oficio del pintor. Pero no sólo eso. Al lado de
aquellos elementos que podríamos considerar básicos,
primigenios para el ejercicio de la pintura, aparece ya su
misma realización: el resultado del trabajo del pintor también
se encuentra allí dentro, en forma de lienzos, dibujos y
otras realizaciones —hasta incluso una especie de collage que
aprovecha el material que forra la maleta— que son presentados
como un pequeño ámbito donde el espectador se
puede aproximar hasta el punto que un cartel recuerda —o
sugiere, para ser más exactos— que aquellos objetos —las
pinturas incluidas— se pueden tocar, están al alcance de
cualquiera. El pintor, el artista, al ofrecerse de aquella manera
al público, desacraliza su propia imagen —la del creador
inalcanzable que se había encargado de construir determinada
crítica a lo largo de la historia— y se pone en el mismo
nivel del espectador, intentando establecer un diálogo.
Pero, si el envoltorio y el concepto podríamos decir que
presenta una tendencia relativamente “popularizante”, los
lienzos que contiene la maleta —y los otros que, en las diferentes
exposiciones se desparramaban por las paredes de la
sala, prolongando así el contenido, como por ejemplo en la
muestra colectiva de la Sala Luzán, de Zaragoza, o en la realizada
en la galería Tàbula, de Xàtiva, en 1991— son una selección,
una cata de los temas, de los motivos que han ido
acompañando al pintor desde sus orígenes o en los años anteriores
a la ida a Nueva York: elementos de la naturaleza,
levemente manipulados —cañas rotas, ramitas, rastros...—,
algún rostro ya conocido y que forma parte de la iconografía
boixiana, etc. Pero siempre en formatos muy pequeños,
como si el pintor hubiese pretendido “reducir” a recuerdos íntimos —a recordatorios incluso—, su bagaje. Un “equipaje”
—por volver al símil y recurso de la maleta— que pasa
a ser, ahora, algo más: entre los lienzos allí recogidos hay una
parte de los mundos oníricos; hay, también, la absorción de
temas —especialmente arquitectónicos— de la ciudad que
lo acoge y, en especial, destaca su atracción por el elemento
chino —del China Town neoyorquino—, que en forma de
fragmentos diversos, también se puede encontrar allí. Sin embargo,
Boix no se conforma con esta recolección de temas y
objetos. En La maleta del pintor todavía podemos encontrarnos
con un elemento más que se vuelve clave para entender
el significado último del trabajo de Boix en esta obra: la caja
de pinturas que se encuentra allí —una caja realizada ex
professo— está pintada por la mano del pintor. Pero las pinturas
están en la parte de dentro: la caja del pintor ha sido “decorada” con representaciones de la ciudad de Nueva York,
de los famosos perfiles de la ciudad que configuran el conocido
sky line y que, también en este caso, impactaron a Boix
como espectador. Los materiales pictóricos —útiles, pigmentos, óleos, etc.— que se supone que debía contener aquella
caja, se transforman en pintura en su materialización final —el cuadro encerrado dentro de la caja de pinturas— como
muestra evidente del poder del artista, que, a partir de los
materiales en estado puro llega a crear, a representar, todo un
universo —que en esta ocasión ve figurado en el paisaje de
la ciudad—. En todos los casos, la realización de la pintura
de Boix en los lienzos, sobre el papel o dentro de la caja, es
una plasmación cuidada del dibujo, tal como era habitual ya
en su obra, y tal como seguirá siéndolo con los años, sin ninguna
concesión a las soluciones matéricas ni abstraccionistas
que, en caso de ser usadas o sugeridas, se reducen a su dibujo,
como tendremos ocasión de comentar más adelante.
La maleta del pintor es, pues, un objeto-instalación que,
incluyendo dentro del mismo el mundo boixiano, se convierte
en una especie de símbolo de unos determinados años
de la trayectoria del pintor valenciano: por un lado, está la
referencia obligada del pop art —en el objeto maleta en si y
en la voluntad de hacer la pintura accesible al público—; por
otro lado, está el mundo particular de Boix, recogido en lienzos
y dibujos del interior de la maleta o de la caja misma de
pinturas que se cierra. Pero, por otra parte, está el paso de la
bidimensionalidad del lienzo a la tridimensionalidad del
objeto, en prefiguración de lo que serían los años siguientes
en que, retomando algunas ideas escultóricas iniciadas en los
años setenta, sólo se plasmarían realmente a partir de los
noventa, como por ejemplo en Variant articulada del nus (Variante
articulada del desnudo), Exposició de la forma i extracció
(Exposición de la forma y extracción), Introducció directa de
la forma (Introducción directa de la forma) o Desenllaç eròtic:
Taronja color butà (Desenlace erótico: Naranja color butano),
todas ellas en bronce, que tenían en parte como origen el
lienzo Sèrie Agulla (Serie Aguja, 1971). |
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