NO SIEMPRE UN AUTOR, CUANDO ESCRIBE LITERATURA, tiene claros los rostros de los personajes que ha
creado. Quiero decir que no siempre, cuando al
escritor se le ocurre un determinado personaje,
presenta una cara nítida y perfectamente definida.
A veces, sin embargo, pasa todo lo contrario: cuando
aparece un actor concreto en una novela, el autor
ya posee, incluso, los detalles más mínimos de su
fisonomía. Sería muy difícil saber, por ahora, qué
personajes han aparecido ya a sus autores con unas
características físicas concretas y cuáles no. Posiblemente,
cuando el autor nos da una descripción más
o menos pormenorizada de la cara o del cuerpo de
su criatura, es porque lo tiene claro; posiblemente,
cuando un personaje no presenta ninguna descripción
física y sólo es un nombre, su autor no ha acabado
de visualizarlo con un rostro y un cuerpo concretos.
Sin embargo, como digo —y hablo desde mi propia
experiencia—, sólo posiblemente. En ambos casos.
Porque las alternativas a una posibilidad y a la otra
son muchas y pueden formarse por muchísimos
caminos. Así, a menudo un personaje que se encuentra
inspirado en una persona viva y real de nuestro
mundo, acaba por difuminarse de tal manera en la
mente del autor, que pierde los atributos con que la
había visto nacer, mientras que otros personajes que
han aparecido sin rostro, sin cuerpo, sin ningún rasgo
personal que los identifique en los ojos de su creador,
acaban por definirse de tal manera que ya no pueden
tener otros ojos, otra boca, otros cabellos, otras manos
o brazos, otras piernas o pies, otro sexo, que el precisamente
configurado en la imaginación del escritor
convertido ahora en demiurgo de sus creaciones.
Si echamos una ojeada rápida al Tirant, por
ejemplo, veremos que Martorell —y Galba y todos
los que pudieron meter baza en aquella novela— no
se entretuvo demasiado en dotar de rostro y de rasgos
físicos personales a sus personajes y, más concretamente,
a sus protagonistas. Tirant se muestra solamente
insinuado –joven, claro de piel por su nombre que
desciende de la madre y poca cosa más–, mientras
que Carmesina, que pasa a ser paradigma de la belleza
femenina, nos aparece un poco más concreta. Que
yo recuerde ahora mismo, la blancura de su piel es
de “lliris ab lliris mesclada” —quizá por un error del
tipógrafo, o del propio Martorell cuando copiaba el
fragmento de Guido delle Colonne, al describir a
Helena de Troya, que era de color de “lliris ab roses
mesclada”; o quizá, por una voluntad deliberada de
exagerar más aún la blancura de la heredera del
Imperio Griego—; sus pechos son “dues pomes de
Paradís” y la blancura y la finura de su cuello son tan
excelsas que, al pasarle el vino, se puede ver a través
de su piel transparente! Creo que prácticamente nada
más, aparte de la juventud de Carmesina, que es aún
una adolescente, aunque de una sabiduría abusiva
para cualquier lector de nuestro tiempo. Pero eso,
como el resto de las posibles pistas por conocer a los
personajes, ya forman parte de lo que podríamos
llamar atributos psicológicos: valor, astucia, simpatía,
gracia... Por lo tanto, con aquellas cuatro pinceladas,
el lector debe imaginarse a Tirant y a Carmesina.
Martorell, no sabemos si los tuvo mucho más claros,
cuando los concibió. Los lectores del siglo xv —y
posteriores— seguramente se los figuraban de manera
que no tenían mucho que ver, tampoco, con los que
en su prístina forma debió imaginarse Martorell. Los
lectores de nuestros días quizá ya han mezclado
toda una información añadida, proveniente de las
imágenes televisivas o cinematográficas sobre caballeros
y caballerías, y no todas con el necesario rigor
histórico. En cualquier caso, Tirant y Carmesina
podríamos decir que nos han llegado sin un rostro
específico, sin unas caras y unos cuerpos definidos.
Ahora bien: Tirant, Carmesina, Diafebus, Estefania,
Plaerdemavida, el emperador de Grecia o el
rey Escariano —gente, toda ella, sin una imagen física
concreta— en el momento que han pasado a ser
ilustrados, han debido ser dotados de una cara, de una
faz determinada. Aquí es donde ha intervenido la
mano del artista plástico. Y, en este caso que nos
ocupa, la mano de Manuel Boix. Y si en aquel proceso,
haciendo un pormenorizado análisis, podríamos llegar
a encontrar, en más de un caso, las fuentes donde se
ha inspirado el autor —códices medievales, los
primitivos italianos, Benozzo Gozzoli, los flamencos
del xv o los artistas del gótico internacional de nuestro
país—, se puede decir que el resultado final es, en
todos los casos, la plasmación gráfica de la visión de
Boix sobre la novela de Martorell. Y, en especial, los
rostros de los personajes: cada retrato imaginario es,
siempre, un Boix.
El año 1979 empezaba la aventura de ilustrar el
Tirant de Martorell con grabados, para una edición
de lujo que se vería solo acabada en 1986, con el
cuarto y último volumen. La publicación, llevada a
cabo por Edicions A la Tercera Branca, pensada
claramente para bibliófilos, contaba con la fijación
del texto martorelliano con grafías actualizadas a
cargo de Josep Palàcios y poseía una bella colección
de grabados originales —algunos de grandes dimensiones—
que constituían, sin duda alguna, la empresa
más ambiciosa llevada a cabo desde nuestro país, para
dotar de rostro, de imágenes, de plástica, una obra
literaria en valenciano. El Tirant de Martorell pasaba
a ser, desde aquel momento, también, el Tirant de
Boix. El artista plástico había dado rostro a los
personajes, pero no solamente eso: los había situado
en escenarios, en espacios, en universos fantásticos
o inspirados en la realidad que, ya para siempre,
pasarían a formar parte del referente colectivo de
nuestra imagen literaria nacional.
Pero Tirant —el personaje— aún debía inspirar
a M. Boix en un par de ocasiones más: en primer
lugar, para Edicions Proa, con una adaptación del
texto a cargo de Maria Aurèlia Capmany, que contaba
con cincuenta y una bellísimas acuarelas (1989), y
en segundo lugar para Edicions Bromera, con una
adaptación del texto valenciano hecha por Josep
Palomero, que reaprovecha parte del material ya
publicado en la edición anterior, aunque se ve
notablemente aumentado con nuevas ilustraciones
a color que siguen la línea de las anteriores.
En los tres casos, Boix ha sabido generar imágenes
suficientemente atractivas como para pasar a formar
parte del imaginario colectivo y, por otra parte, sin
traicionar el espíritu de Martorell o sin apartarse
demasiado de la tradición y de la imagen plástica del
mundo del Renacimiento, aunque, como es obvio,
desde su personal óptica y desde su genialidad para
conjugar elementos y personajes de una manera
fabulosa.
Pero la obra gráfica de Boix vinculada a la
literatura de los valencianos no termina aquí. No
termina con el Tirant. Seguramente, si hubiese sido
así, tampoco se le hubiese podido pedir más: Boix
habría sido el encargado de visualizar la novela
valenciana más importante de todos los tiempos. Sin
embargo, el interés de Boix por nuestra literatura
antigua y contemporánea lo ha llevado a adentrarse
en otros proyectos, como veremos.
En el año 1991, también en la Editorial Bromera,
Boix hacía una nueva aproximación a un clásico
medieval nuestro. De hecho, se trataba de ilustrar
una versión de un resumen de la Crónica del cronista
de Peralada, Ramon Muntaner, hecha por Vicent
Escrivà. Nuevamente aquí, Boix tiene en cuenta el
mundo referencial del autor —del que ofrece, también,
un retrato—, y vuelve a emplear los elementos que
ya hemos señalado en el caso de sus trabajos para el
Tirant; sin embargo, además, habría que señalar que,
con toda probabilidad, también Boix tiene presente
su propia construcción del universo tirantiano. De
hecho, aunque se trata de dibujos —y no de grabados—,
las ilustraciones de la versión de la Crónica de
Muntaner recuerdan clarísimamente al Tirant: los
puntos de vista del autor, la predilección por ciertos
temas, etc., enlazan ambas obras. Si Muntaner inspiró
a Martorell, en el siglo xv, en el caso de Boix, su
propio trabajo en el Tirant le inspiró para ilustrar el
texto cronístico de Muntaner. Quizá, en un caprichoso
retorno de favores del ciclo histórico.
Pero Manuel Boix también se ha aproximado
a otros personajes y autores medievales y del Renacimiento
valenciano. Jaime I, en escultura de bronce
que era incorporada a un cartel fotográfico, era el motivo
central del realizado en conmemoración del 750
aniversario de la entrada del mencionado monarca en
Xátiva (1994), y dentro del ámbito de Xàtiva, encontre
de Cultures. En esta representación jaimina, Boix
representaba de manera escultórica un rey don Jaime,
conquistador pero ciertamente melancólico, al estilo
del retrato realizado por Gonçal Peris en el siglo xv.
Por otra parte, el papa Alejandro VI, como figura
central de un cartel de grandes dimensiones y de
regusto arquitectónico, con elementos decorativos de
la antigua capilla Borja de Xàtiva, pasaba a ser una
figura hasta cierto punto desacralizada, mientras que,
aunque aparece revestido con toda la dignidad papal,
Boix nos lo presenta mirando con deseo un plato de
arnadí, en el cartel Xàtiva, els Borja, del año 1992. A
esta familia, aún, Boix dedicará otro cartel, también
fotográfico, que se argumenta sobre las cinco esculturas
realizadas por el artista, de dimensiones pequeñas,
donde encontramos a Calixto III, Alejandro VI, César
y Lucrecia Borja, y el duque san Francisco, sobre
basamentos de bronce también, y que fue realizado
para Els Borja, valencians universals (Gandia, 1992-1993).
De ámbito también medieval son las aproximaciones
diferentes que ha hecho Boix a Ausiàs March
y, en otra ocasión, a Joan Roís de Corella. Del primero,
Boix elaboró un retrato para la cubierta del texto de
Ximo Vidal Mora, Ausiàs: impromtu per a una representació
(Diputación de Valencia, 1985). En este retrato imaginario,
Boix echa mano de su propia fantasía y, por otra parte,
representa al literato acompañado de un halcón, un
elemento que, más allá de haber estado claramente
vinculado a la vida del poeta excelso —Ausiàs fue
halconero real—, lo estaba también a la del propio
Boix, el cual lo había hecho aparecer como pieza
clave de toda una serie pictórica suya: Halconería
(1971). El otro retrato de March es el que Boix
realizó para elaborar la cubierta de la antología poética
del autor medieval que publicó Bancaja en 1997,
con motivo del sexto centenario de su nacimiento.
Esta antología era, en realidad, una nueva edición de
la selección que en 1959 llevó a cabo Joan Fuster,
y en el retrato imaginario de March, Boix se inspiró
nuevamente en los maestros góticos valencianos. Una
inspiración semejante podemos detectar, aún, en el
retrato fantástico de Joan Roís de Corella, donde,
en un dibujo de rasgos muy expresivos, Boix crea la
fisonomía del poeta renacentista valenciano amigo
del príncipe de Viana. En este caso, sin embargo, el
dibujo de Boix no aparece en la portada, sino como
pórtico, ya dentro del libro que, publicado por la
Editorial Denes (2004), contiene una edición de los
textos corellianos, con traducción castellana de Eduard
J. Verger.
Otro momento literariamente rico e históricamente
complejo que ha atraído la atención de Boix
ha sido el de las Germanías y, por extensión, el de
la corte de doña Germana de Foix y sus diferentes
maridos. Así, Boix elaboró un retrato ficticio del
caudillo de los agermanados, Vicent Peris. De este,
más aún, destaca el magnífico cuadro con el cuerpo
desnudo de Peris, descabezado, que impacta de manera
impresionante sobre el espectador. Con todo, en este
caso —como en otras ocasiones— no se trata de
carteles o de obra gráfica o de ilustraciones en el
sentido estricto de las palabras, sino de lienzos de
grandes proporciones y de aspecto majestuoso, aunque
a partir de aquellas imágenes Boix confeccionó un
par de carteles. Sí que cae de lleno en el ámbito del
grafismo, sin embargo, el trabajo que Boix realizó
para la representación (1981) por parte del Grupo
49 de Quatre històries d’amor per a la reina Germana,
de Manuel Molins, y donde Boix recurre a una
preciosa fantasía de inspiración histórica y clásica,
pero con elementos de modernidad —sobretodo a
las arquitecturas que hacen el fondo del espacio del
cartel—, que confieren una gran fuerza a este cartel
informativo. Por otro lado, hay que decir que el
espacio escénico de aquella representación teatral y
el vestuario fueron también diseñados por Boix.
La Guerra de Sucesión, que acabó dramáticamente para los valencianos en 1707, con la Batalla de Almansa y la posterior derogación de los Fueros y Privilegios del Reino, ha sido otro hito histórico que ha centrado el trabajo de Boix en numerosos carteles e ilustraciones vinculadas al período de la transición. Sin embargo, sólo recientemente, Boix ha incorporado a su galería de retratos imaginarios de personajes literarios e históricos valencianos el del general Joan Baptista Basset (2006). En este dibujo a la tinta, Basset, vestido de gala y en una actitud arrogante, mira al espectador, quizá de una manera interrogativa y recuerda, por una parte, los retratos en grabado que tanto abundaron en Europa desde finales del XVII y durante todo el siglo XVIII, y, por otra, presenta ciertos elementos de tratamiento del dibujo que nos ponen en contacto esta obra de Boix con la serie El rostro (1999-2003).
En definitiva, el interés de Boix por la literatura y la historia pretérita de los valencianos le ha llevado a hacer diferentes aproximaciones a sus personajes principales y a sus autores. En algunos casos ha sido una obra muy concreta, en otros, un autor determinado o un personaje que, aún siendo histórico, ha pasado a formar parte del universo literario y mítico valenciano. Boix, en todos los momentos, ha sido el que ha transformado el nombre de un personaje o de una persona en un rostro: Boix ha dotado de rostros parte de nuestros referentes literarios e históricos como pueblo valenciano. Ni Tirant, ni Ausiàs March, ni Vicent Peris ni Basset tenían un rostro definido y claro hasta que Boix nos los ha mostrado. En otros casos, cuando de los personajes históricos ya teníamos una imagen, una iconografía concreta, Boix la ha transformado, haciendo una lectura nueva. Y eso es una tarea y una obra impagables.