¡Cuánto talento! ¡Qué noble esfuerzo! Haría falta para dar vida a
mi admiración una pluma menos insegura. Pero, si a pesar de todo
he podido despertar en mis lectores algunas sensaciones de arte,
habré alcanzado mi objetivo.
Marcel Proust. Escritos sobre arte
HAY EN LA OBRA DE MANUEL BOIX ALGO QUE ME RECUERDA a los artistas nórdicos. El gusto por el detalle, por
la filigrana, por la guirnalda, por el buril afilado y
exacto. En cierto modo, en su dibujo hay una
búsqueda constante por fijar la realidad de un rostro,
de un paisaje, de un objeto. A veces, la perfección
es tan exacta, tan prodigiosamente verídica, que
dudamos de que eso sea el resultado de un exclusivo
proceso de dibujo, e inspeccionamos la obra como
queriendo descubrir algún collage, algún truco, el
misterio de aquella magistral realización. Igual que
Durero en el famoso apunte de un prado, que tanto
nos deslumbra, en la obra de Manuel Boix existe
esa disposición por detener el tiempo y la imagen,
el instante eterno. Y en esta fijación todo detalle es
amorosamente trabajado, porque —como también
sucede con los pintores flamencos, de Van Eyck a
Brueghel el Viejo— hay un placer irreprimible por
la miniatura, por la concreción, por la exactitud.
Manuel Boix es más germánico —incluso, más
holandés— que italiano. Eso quizá es bastante
característico en nuestra historia del arte (al fin y
al cabo, flamencos fueron Jacomart y Joan Reixach),
pero en el descubrimiento hay una cierta sorpresa.
Tenemos una tendencia a considerarnos fraternalmente
unidos a Italia y al Mediterráneo, y estas
filiaciones nórdicas son tan sugerentes como inesperadas.
Está claro que eso es una pura especulación,
un sencillo divertimento. Pero ya me entendéis qué
quiero decir: en su pintura hay algo profundo,
misterioso, torturado, una vida interior que constantemente
me remite a Durero, a Cranach, a
Baldung Grien, incluso a Rembrandt... Especialmente,
en la manera de resolver los cuerpos humanos,
los gestos, las expresiones, la mirada. Son bellezas
robustas y contundentes, no hay vaporosidad, ni
ese dulzor botticelliano: hay más bien un comportamiento,
una contención, una nostalgia, con un
sesgo entre gótico y barroco.
Como decía Joan Fuster, en sus textos de exilio,
cada uno obedece a una viva ecuación de sustancias
imponderables, y resulta difícil dilucidar cuáles han
sido las sustancias imponderables que han conformado
la obra de Boix. Cuando a un pintor le
preguntas por sus influencias, acostumbra a darte
cuatro nombres perfectamente tangibles. Como
Velázquez, por ejemplo. Sea como sea, a medida
que he ido meditando la obra de este pintor, a
medida que he ido entendiendo el porqué de eso
o de aquello, he establecido estos nexos, estas
afinidades temperamentales, con los pintores nórdicos.
Eugenio d'Ors, en Tres horas en el Museo del
Prado, constataba una cosa similar del pintor extremeño
Luis de Morales: “Morales no parece español.
Sin embargo, ¿no habrá en lo castellano un extraño
fondo de germanismo?” Y, en efecto, en la pintura
de Manuel Boix, descubro este mismo “extraño
fondo de germanismo”.
En cualquier caso, hay un gusto constante por
la concreción, pero también —como de nuevo
ocurre en el mundo nórdico— por la recreación
fantástica. Algunos de sus dibujos son un poco
fantasmagóricos y oníricos. Pienso ahora mismo
en la serpiente que acompaña un Adán y Eva de
una reciente colaboración en La Vanguardia. Es un
reptil juguetón, pintoresco, poco peligroso, pero
pese a ello bribón. En estos dibujos, como en
muchos de sus carteles (por ejemplo, los realizados
para el cineasta Carles Mira), está presente este
gusto por la excentricidad y por el barroquismo,
con una explosión de formas y de fantasías que
recuerda en cierto modo los grabados de Schongauer
y las diabluras de El Bosco. Cuando vemos estos
dibujos imaginamos la sonrisa del pintor mientras
hilvana personajes singulares, caras rocambolescas,
formas estrambóticas, seres feroces... En Boix destaca
la sensualidad, a veces incluso un poco esperpéntica
y grotesca —ver las portadas de La Codorniz o de
El Viejo Topo—, cuerpos femeninos poderosamente
dotados, afroditas soberbias y hembras de buena
planta y hechiceras. Está claro que eso viene dado
por una cierta imposición editorial, pero el dibujo
de Boix nunca se queda corto cuando debe ilustrar
el desenfreno de la carne; evidentemente, sin caer
en la impudicia, pero siempre manteniendo —por
ejemplo en sus ilustraciones de Tirant Lo Blanch —un alto volumen de voluptuosidad. Algunos de
sus dibujos me recuerdan en este sentido a Aubrey
Beardsley, en la sensualidad, el gusto por el detalle,
la prolongación de los cuerpos, la morbidez de la
expresión (aquellas ilustraciones excepcionales de
Beardsley que acompañan a la Salomé de Oscar
Wilde). En cualquier caso, el estilo de Boix es muy
característico en el momento de recrear esa atmósfera
particular y un poco delirante, ese atrezo propio y
que, al fin y al cabo, es el que imprime solidez y
personalidad a la obra pictórica.
Sus colaboraciones en prensa diaria también
se caracterizan por la labor meticulosa. Las aportaciones
al The New York Times o a La Vanguardia se
ve que han sido trabajadas a conciencia y buscan
el rigor de adaptarse lo máximo posible al tema
del artículo. Eso hace de él un artista muy exigente,
que no entrega obra por compromiso y que quiere
ajustarse todo lo posible al contenido del escrito.
Hay en cada contribución una voluntad de incidir
sobre el medio. Su trabajo con trazos cortos y
rápidos, combinado con colores llamativos (azules,
rojos, naranjas, verdes intensos...), dan a sus viñetas
de La Vanguardia un impacto inmediato, capturan
en seguida la atención del lector. A veces, el tema
del artículo permite pocas posibilidades expresivas,
pero lo resuelve con habilidad, buscando un detalle,
o un juego, o una parábola. Y, si no, realizando un
retrato del personaje central del artículo, sea Einstein,
Darwin, Faraday, Freud, Cajal o Hawkins: una
caracterización nunca superficial, sino pasada por
una metamorfosis propia, que da también a esta
galería de retratos (fundamentalmente de científicos
y humanistas) un valor de conjunto.
Así las cosas, y vista con perspectiva, la obra
de Manuel Boix deslumbra por su versatilidad. El
dibujo, el grabado, el lienzo, la escultura, con cada
soporte sobresale, trasciende, marca un hito. Pero
quizá es en el dibujo y en sus aportaciones periodísticas
y cartelísticas donde más descubrimos al
artista comprometido con su sociedad y su pueblo,
al colaborador incansable y próximo, entusiasta y
activo. Boix nunca rehusa la cooperación en proyectos
culturales, a veces necesariamente locales,
pero sobre los que deja su huella de calidad. Por
decirlo así, su presencia en la Ribera del Júcar, y,
en definitiva, en todo nuestro país, ha dado una
profundidad, una calidad, un rigor (más aún, una
garantía de rigor!), a muchas de las iniciativas
culturales. Creo que éste es otro aspecto que hay
que agradecer al artista, este deseo explícito de
incidir sobre su sociedad, de mejorar, con su criterio
cosmopolita, a sus conciudadanos, hacerlos más
sabios, servir de referencia y de modelo. Manuel
Boix es lo que el poeta Joan Alcover calificaría
como un “humanizador del arte”: un artista comprometido
con su pueblo, al que ilustra y guía, y
con el que trabaja y cultiva el árbol del arte y de
la belleza.
Y esta activa presencia de Boix en su país se
manifiesta en todo este sinfín de colaboraciones:
en los carteles (como por ejemplo para los congresos
de La Ribera, de los Médicos y Biólogos en Lengua
Catalana, para el Instituto de Estudios Catalanes,
para la Reunión Nacional de Cirugía, o para las
Jornadas Citrícolas), en ilustraciones de libros, en
portadas de discos (como por ejemplo para el grupo
Al Tall), y en tantísimas otras actividades. Una
producción variada y enfebrecida, en muchos aspectos
sorprendente, que indica su capacidad de
trabajo.
Cuando cada semana hablamos para comentar
su próxima ilustración de La Vanguardia, a menudo
olvidamos el motivo principal de nuestra conversación
y tratamos otras cuestiones culturales, generalmente
de artistas y escritores. En este punto,
Manuel Boix siempre ha demostrado una especial
sensibilidad por ser justo, por apoyar la obra de
otros creadores, y por contribuir a crear un clima
de cooperación y trabajo. Sus proyectos con Josep
Palàcios destacan precisamente por esta apuesta de
ir más allà de la sencilla interacción escritor-artista:
son unas obras de una belleza elitista, y entended
este último término, el de elitista, no en el sentido
de exclusión, sino tan sólo de una exigencia casi
inverosímil. Una edición marcada por la más rígida
vigilancia del detalle.
Con todo y con eso, esta exposición presenta
de una manera espléndida la vertiente ilustradora
de Manuel Boix. Se trata de una muestra muy
completa, en la que se percibe su evolución, el
afianzamiento de su gusto, hasta llegar a la madurez
artística. Desde los dibujos de La Codorniz hasta los
de La Vanguardia hay mucho camino recorrido, y
con esta exposición se nos descubre una obra
dispersa, de difícil acceso y, en general, bastante
desconocida. En cualquier caso, también sería bueno
pensar en una amplia retrospectiva, que proyectara
una mayor visión colectiva de todo su trabajo
creativo. Una gran exposición, quizá cronológica,
en la que pudiéramos seguir los diversos pasos del
artista. Porque es este tránsito del dibujo al lienzo
y de éste a la escultura lo que resulta tan rico y
deslumbrador. La cantidad de registros con que se
materializa la obra de Manuel Boix, desde sus
juguetones equilibristas hasta sus óleos impactantes,
desde su homenaje a la pelota valenciana (y ese
abanico de manos endurecidas y poderosas) hasta
este alud de dibujos, viñetas, carteles e ilustraciones.
Sea como sea, detrás de todo eso, de toda esta
trayectoria, de este delta pictórico monumental,
siempre se impone un mismo aliento, un mismo élan vital, una misma idiosincrasia. Un sello propio
e inconfundible. Una vida interior que capta el
mundo y la naturaleza humana.