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II
Pero marcados, al menos, tales parámetros y dichos ámbitos, bien estará que nos centremos en ese mundo
sorprendente y complejo que, desde la sensual presencia
del papel, sometido a distintas intervenciones
técnicas y tecnológicas, minuciosamente calculadas
siempre, nos remite a la indiscutible charnela que,
de uno y otro modo, las imágenes y las palabras han
establecido, con la indiscutible esperanza de reforzarse
mutuamente y con la seguridad de que ambos mundos —el textual y el de la plástica— no definían campos
estancos ni contrapuestos, sino fronteras abiertas y
transiciones colaterales, tanto en los objetos artísticos
que, como resultado, posibilitaban, como en las
plurales capacidades de los sujetos cointervinientes.
Nos referimos, en particular, a esos tránsitos
creativos entre las imágenes mentales que la flagrante
y vívida lectura de los textos, por ejemplo, pueden
motivar (hypotiposis) y la generación subsiguiente de
las imágenes plásticas representadas sobre el papel. Ése era también el enlace clásico que la descripción
literaria de las imágenes plásticas (ekphrasis), como
modalidad crítica, postulaba al rastrear, de manera
paralela, la conexión entre tales imágenes y aquellos
textos literarios que se habían convertido en sus
fuentes y referencias básicas(2).
Se trataba de cerrar una especie de círculo: (a) de
los textos literarios a las imágenes plásticas (hypotiposis)
y (b) de las imágenes plásticas a los textos críticos
descriptivos (ekphrasis), a sabiendas de que en esa misma
descripción crítica de las imágenes plásticas podría haber
mucho, de nuevo, de aquella narratividad literaria
originaria, recuperada de rondón. Hablar de las imágenes
plásticas era hablar asimismo de las imágenes literarias
que, in nuce, subyacían en ese proceso —que se quería
creativo pero disciplinado— de transformaciones y de
relecturas. Pero de dichos procesos hablaremos posteriormente,
en estas mismas reflexiones.
¿Cómo pueden olvidarse tales históricas conexiones
entre las imágenes y los textos y entre los
textos y las imágenes, con sólo recorrer el amplio
catálogo de las series producidas por Manuel Boix
en su obra gráfica e impresa, aunque a menudo tales
principios puedan aplicarse asimismo y con idéntica
justificación e interés al ámbito de su pintura?
Siempre he pensado que los antiguos griegos —cuando utilizaron los mismos términos “grafé”,
“grafeîn” (sustantivo y verbo, respectivamente) tanto
para referirse a la imagen y a la escritura, como para
referirse a la acción de dibujar y de escribir—
decidieron lanzar culturalmente, sobre el arco cronológico
de la historia, una poderosa interrogación,
que sigue permaneciendo aún hoy, activa y recurrente,
a nuestros pies. Y así nos transmiten una clara preocupación,
transformada en herencia. Interrogación
y preocupación ocultas y latentes tras ese juego
etimológico altamente significativo, que no diferencia —aunque también tuvieran, por supuesto, otras
palabras y sinónimos para hacerlo—entre ambos
dominios de la imagen y de la escritura.
El hecho, pues, de que los griegos mantuvieran,
a ultranza, una estrecha relación entre texto e imagen,
se hace así más que evidente al constatar, por nuestra
parte, que recurren a la misma expresión para referirse
a ambos dominios y procesos. Con ello están poniendo
la base histórica de la necesidad de sostener este
prolijo diálogo entre los dos ámbitos. Casi parece
que sospecharon pronto, incluso en su mismo contexto,
que se iban a distanciar poco a poco esos ámbitos y que, de alguna manera, quisieron, por ello,
salir al paso y asegurar de manera definitiva ese nexo,
etimológicamente, desde un principio. (“Grafeîn”/
“grafé”: pintar & escribir, escritura & pintura).
¿No ha recogido evidentemente ese guante
Manuel Boix, una vez más, en su recalcitrante y
diversificada trayectoria a través de la obra gráfica e
impresa?
Pero continuando con este juego consustancial —insisto— de los diálogos entre las imágenes y los
textos, quisiera recordar otro rasgo más, también
curioso, en ese proceso de construcción de las imágenes
a partir de los textos de una serie de libros
que Manuel Boix ha llevado a cabo. Porque nos
hace pensar que aquellos textos, ya existentes —
ontológicamente previos—, incluso tratándose de
libros que ya estaban editados hacía siglos, aunque
literariamente completos, aguardaban potencialmente
a ser complementados en un futuro por la mirada,
el cerebro y la mano de Manuel Boix. Tenían sólo —lo sabemos ahora, a posteriori— una existencia
parcial, en espera de la materialización de las nuevas
y diferentes imágenes. De las imágenes mentales a
las imágenes gráficas: he ahí un proceso que también
los griegos conocían bien y del que, aunque citado
más arriba por nosotros, quizás convenga hablar ahora
algo más extensamente.
En el contexto lingüístico griego —de nuevo
ellos, nuestros ancestros culturales— se disponía de
un término para hacer referencia a aquella determinada
modalidad de escritura que conllevaba en sí
una carga extraordinaria de imágenes inserta en su
propio tejido formal; de manera que cuando alguien
leía con atención y entrega aquellos textos, la cascada
de imágenes fluiría y se amontonaría en su mente. De
hecho, ese tipo de textos atesoran retóricamente una
fuerte carga de imágenes mentales. Y seguramente
que, mutatis mutandis, esa ha sido la intensa experiencia
de lectura que —con los condicionamientos profesionales
correspondientes— la mirada de Manuel Boix
ha puesto tan a menudo rotundamente en práctica.
El griego clásico utilizaba para esta figura retórica
el término de “hypotiposis”. (De “hypo”: “lo que está
debajo de”, “lo que sirve de fundamento a” y de “tipos”: “huella”, “imagen impresa”). “Hypotiposis”:
era, pues, aquello que “está debajo del texto”, potenciando
el nacimiento y la efervescencia de las imágenes.
Por tanto, el proceso de hipotiposis se basa
justamente en una estrecha y muy especial relación
entre texto-imagen.
Leyendo, por tanto, muchos textos, el lector-
Boix va a encontrar históricamente ese sorprendente
surtidor de imágenes, esperándole muy a menudo
en su camino. Y me imagino que el pintor-Boix
encontró ese despliegue de imágenes como experiencia
estética de su lectura textual y quiso captarlas,
hacerlas propias, materializarlas con destreza y rotundidad,
hasta el extremo de construir a partir de ellas
su propio mundo imaginativo e imaginario. Quiso
distanciarse incluso, a su manera, de los textos, para
luego retornar operativamente a ellos, para medirse,
ambiciosamente como un reto, de igual a igual con
aquellos autores clásicos en los que se inspiraba. Sin
embargo, no quiso convertirlos sólo en otras tantas
barandillas, sino más bien procuró mantenerlos como
charnela denotativa, como fuente y como contrapunto
referencial de su quehacer, de su lenguaje, de su
poeticidad pictórica.
Ahora bien, la historia de las relaciones entre
los textos y las imágenes, como es bien sabido, no
termina aquí. Acabamos de ver que existe una especie
de autopista literaria, que nos puede conducir desde
el texto a las imágenes, y siempre ha sido así, se
juegue a la retórica efectiva o se juegue a rememorar
la historia, se piense explícitamente en ello o se
ignore sin más. Pero ¡cuántas veces, en la historia de
las imágenes, ha estado latente o palpable, oculto,
evidente o solapado el texto, aunque no haya querido
reconocerse abiertamente o se haya silenciado, por
completo, este hecho!
Durante siglos y siglos los textos eran, mediante
la estrategia de la hypotiposis, la fuente básica de las
imágenes, la inspiración directa de múltiples representaciones
pictóricas. Los textos clásicos han propiciado ampliamente las relecturas, las interpretaciones,
las versiones y los “d’après”. Han sido los textos los
que han motivado la evolución de esas miradas
constantes desde/a partir de algo que está “debajo
de…”, es decir a partir de la huella, de la escritura
subyacente. Es así como afloran los efectos del texto...
convertidos en imágenes. Las imágenes como efectos
pragmáticos de la lectura de los textos: ésa es, ni más
ni menos, la clave de la cuestión, que hemos querido
explícitamente rememorar.
Pero, complicando aún más el panorama en el
que nos movemos, frente a la trayectoria gráfica e
impresa de Manuel Boix, también quisiera recordar
que los griegos tenían asimismo otro término, “ekphrasis”, para referirse al circuito/autopista de
vuelta (de la imagen al texto), para denotar todo
aquello que, en este caso, desde la lectura de la imagen
puede conducir, a su vez, hacia la construcción de
otro posible texto.
Perdonadme esta digresión. Pero si en la construcción
de sus mundos gráficos y pictóricos, Manuel
Boix desarrolló el proceso de la hypotiposis, lo quisiera
conscientemente o no, lo supiera o no, ahora soy
precisamente yo mismo quien está en vías de asumir
el desarrollo de la estrategia de la “ekphrasis”. Y a
partir de las imágenes, trenzadas a los textos de los
libros por él ilustrados, estoy arriesgándome a pergeñar
una serie de palabras, otros textos, una vez más. Igual
que tantas veces, otros autores han hecho frente a
las obras de Manuel Boix.
La “ekphrasis” supone, escuetamente hablando,
la interpretación descriptiva/narrativa de una imagen,
pasándose a construir, a partir de esa lectura, un texto
particular. La “ekphrasis”, por antonomasia, es, pues,
la descripción; aunque realmente se trata de una
descripción muy específica, nunca del todo ajena a
las experiencias estéticas. Sin embargo, existe además
un estrecho juego entre los procesos de narración y
de descripción; se trata de una relación que es
fundamental. No en vano, históricamente la “ekphrasis”
se ha convertido, durante siglos, en el nervio del
ejercicio de la crítica de arte, del comentario literario
paralelo a las imágenes. Al fin y al cabo, las primeras
explicaciones y comentarios de obras pictóricas, es
decir las primeras construcciones textuales de la
crítica histórica, eran, ni más ni menos, interpretaciones
descriptivas. Y así sucede que el término “ekphrasis”
se traduce escuetamente por “descripción”. Se traduce,
bien es cierto, pero no se limita a significar sólo una
mera descripción estandarizada.
Demos una mirada, pues, a su etimología: “frasso” significa “taponar”, “detener una avenida” o “efectuar una intervención de reforzamiento en un
muro” y, por su parte “ek-phrasso” significa, contrariamente, “desobturar”, “desatascar”, “abrir un aliviadero
en una pared”.
Pero lo realmente interesante es preguntarnos
cómo es que pasa metafóricamente el uso del término,
desde el contexto cotidiano al específico ámbito
literario y artístico. Tal es, sin duda, la verdadera
cuestión. Y muchas veces me he preguntado por ese
singular proceso de curiosa extrapolación de conceptos. ¿Qué exigencias funcionales experimentarían en
sus lecturas, en qué objetivos literarios meditarían
cuando fueron capaces de acuñar/de aceptar ese
término para referirse, ni más ni menos que a la
descripción literaria de las imágenes? En realidad, se
plantea la descripción de las imágenes como si
operativamente se tratara de un primer paso, para
incentivar, “abrir boca” y motivar literariamente al
lector. Es decir, para que el lector del texto —que
ha sido descriptivamente construido a partir de una
imagen— se sintiera obligado y seducido por la
concreta descripción llevada a cabo, y acudiera así
directamente a ver también la imagen, a verificar y
constatar realmente aquella experiencia de incentivación
sólo antes parcialmente insinuada por/en la
lectura del texto.
Ya nos sentiríamos realmente orgullosos los
críticos de arte si, con el juego de comentarios o
con la espontaneidad dialógica que fuésemos capaces
de trenzar en torno a las obras mostradas consiguiéramos “abrir boca” en nuestros lectores para
que, incentivados, se acercaran, al menos, a hojear
los libros ilustrados de Manuel Boix y a constatar
los valores plásticos y vitales de su obra gráfica —
de sus numerosos aguafuertes y serigrafías— y luego,
quizás, también a apostar por su posible adquisición.
Esa sí que sería una “ekphrasis” efectiva y plenamente
pragmática(3).
No debemos olvidar que los comentarios
descriptivos/explicativos que se hacen en torno a la
imagen cumplen su cometido, si, y sólo si, en principio,
consiguen atraer la mirada del sujeto desde el texto
hacia la imagen, cerrando así el círculo al que nos
estamos refiriendo: pues si la experiencia de la “hypotiposis” conduce del texto a la imagen, por su
parte, la experiencia de la “ekphrasis” remite, de
nuevo, de la imagen al texto. Y, en ese círculo,
conformado por los dos momentos cruzados, se
encierra tanto la historia del diálogo entre los elementos
estético-literarios como de los elementos
estético-visuales(4).
Pero, tal como ya antes hemos sugerido, ¿acaso
cualquier descripción de imágenes puede considerarse
también, sin más, como “ekphrasis”? Ciertamente
no. Sólo lo serían aquellas modalidades de descripción
que, de alguna manera, motivan poéticamente al
lector, provocándole algún tipo de experiencias, que
puedan ser además relativamente próximas o parecidas
a aquellas otras experiencias que la propia imagen
contemplada, en directo, le podría inducir.
Por tanto, la tradición retórica tradicionalmente
exigía del hábil y experimentado escritor todo un
versátil ejercicio de creación literaria, dotada de
intensa capacidad seductora, todo un alarde de
elocuencia, para que las palabras/los textos resultantes
se transformaran en palanca de emotividad, de poeticidad
experimentada, hasta el extremo de provocar
el deseo de percibir, de “abrir boca” y procurar —
como efecto— el posterior encuentro directo con
las imágenes, tan eficazmente descritas, como mensaje
previo y de preparación(5).
III
Considero, pues, que esa especial relación establecida
entre la “hypotiposis” y la “ekphrasis” ha quedado
mínimamente explicitada. De hecho, era para mi
muy importante hacerla entrar en el juego de estas
particulares reflexiones sobre la obra gráfica e impresa
de Manuel Boix, para que se entendiera, no sólo el
modo como interpreto personalmente tales relaciones
entre los textos y las imágenes, sino especialmente para mejor poder explicar qué encuentra, por su
parte, Manuel Boix en la lectura de los textos con
los que se compromete, cómo los “re-imagina” para
decidir convertirlos en origen y en motivación de
nuevos trabajos de disciplinada creación. E incluso
cuál es la dialéctica que se establece entre la actividad
lectora y la contemplativa del lector cuando se
encuentra frente a los textos y las obras plásticas.
En realidad, cuando hojeamos los libros ilustrados
de Manuel Boix o contemplamos pausadamente sus
estampaciones de obra gráfica, descubrimos a menudo
cómo aflora entre las imágenes el contexto de la
narración y también simultáneamente cómo se
desarrollan, en ellas, las minuciosas descripciones
plásticas de personajes, de ambientes y de acciones.
He pensado muchas veces que todo ello vendría a
ser como la materialización formal de una especie
de sinopsis de un cuidado guión cinematográfico,
preconcebido por Manuel Boix, que de alguna
manera le obliga (como lector) a coger la cámara y
a “realizarlo”/filmarlo él mismo, pero, en este caso,
con sus propios y habituales instrumentos de trabajo.
En esta línea de cuestiones, quisiera reiterar una
vez más, por mi parte, a modo de ejercicio práctico,
la presencia efectiva de este inagotable planteamiento
de los plurales diálogos entre los textos y las imágenes,
a través de los cruces entre la “hipotiposis” y la “ekphrasis”. Diálogos que hay que entender como
complementarios entre sí, ya que fácticamente complementan
lenguajes, actitudes, obras y visiones.
Invito a los lectores, una vez más, en sendos
viajes de ida y vuelta, a que —viendo e imaginando,
pero también pensando, ya que pensamos con palabras—
se reencuentren con los secretos inspirados,
con las motivaciones potenciadas, con los contextos,
sugerencias y ambigüedades enfatizados en la obra
gráfica e impresa que se les ofrece, a través de los
esfuerzos constantes de la creatividad, puesta en
práctica por Manuel Boix. Una creatividad disciplinada,
transvisual y metalingüística, que juega con sus propios
códigos, los transgrede al transformarlos y procura
elevarlos a minuciosa perfección, quizás no lejana a
la belleza, tal como históricamente la entendían
nuestros clásicos pensadores.
Buena prueba de esa actividad de intercambios,
de la que hemos hablado, podemos hallarla en las
abundantes sugerencias que determinados textos
escritos al hilo de las obras de Manuel Boix (sobre
ellas y/o a partir de ellas) son capaces de aportarnos.
Estoy pensando, por ejemplo, en el texto de Joan
Fuster Sucar-hi, redactado después de ver la serigrafía
de Boix de la serie La mar/sardines incluida en la
carpeta colectiva Llocs. Col.lecció d’Obra gràfica (1981);
o en los textos tan numerosos de Josep Palàcios, que
acompañan sus catálogos/libros, siendo esta modalidad
toda una experiencia muy particular de la ekphrasis,
en la que las imágenes artísticas motivan directamente
experiencias estéticas transformadas en textos artísticos,
en sí mismos. De ahí ese diálogo tan especial que
mantiene toda una vivaz homología de intercambios(6).
Miradas cruzadas entre el arte visual y el arte
literario —de nuevo aparece el argumento de la
complementariedad de ambos lenguajes— capaces
de equilibrar los recorridos y las direcciones del
círculo, entendido como un doble movimiento de
cabeza del lector / contemplador, ante los textos y
las imágenes: de la ekphrasis a la hypotiposis y/o de la
hypotiposis a la ekphrasis(7).
Tal es la apasionante aventura que ahora nos
motiva, una vez más, pero que con anterioridad incentivó a muchos otros que entraron en ese juego
de siempre complejas miradas con Manuel Boix,
llámense nada menos que Joan Fuster o Josep Palàcios...
por mantener la cota bien alta y diferenciada.
Sin embargo, me gustaría terminar diferenciando
también —al hilo de esos dos destacados nombres
citados— dos maneras de entender esa interna y
productiva relación entre las palabras y las imágenes.
(a) Mientras que Palàcios potencia la modalidad
conocida bajo la fórmula “artifex additus artifici”, al
aportar en sus textos una sutil carga de interna poeticidad
y seductora carga literaria, al referirse a las obras
plásticas (de ahí la homología estética entre ambos
niveles lingüísticos: texto/imagen), (b) Joan Fuster,
por su parte, suele alinearse, alternativamente, más
bien, en el tratamiento que da, por lo general, a sus
escritos sobre cuestiones artísticas dentro de la modalidad
cualificada por los especialistas con la fórmula “philosophus additus artifici”. (De ahí la heteronomía
existente entre ambos niveles lingüísticos, es decir
entre el aire especulativo, filosófico y/o, por el contrario,
cotidiano de sus escritos y la carga artística de las
propias imágenes que, en cada caso, se comentan)(8).
Hemos recurrido a esa estratégica ejemplificación
personalizada en el desarrollo de la llamada “literatura
artística”, para desde ella pasar a establecer esa doble
modalidad habitualmente reconocida en los estudios
especializados entre: “artifex additus artifici” versus “philosophus additus artifici”. Desde ambas fronteras
se ha fomentado, pues, abiertamente el ejercicio de
la crítica de arte referida a los trabajos de Manuel
Boix. Y así lo hemos querido constatar ahora, en
nuestras propias reflexiones sobre el tema.
De hecho, ante esta oportuna muestra —celebrada
en el marco del Museu de Belles Arts de
València y que consagra así públicamente la clasicidad
de su diversificado quehacer artístico— también
nosotros hemos respondido solícitos a colaborar
con nuestro respaldo y amistad, en la elaboración
reflexiva del presente texto, para remitir decididamente
a nuestros posibles lectores —sobre todo—
hacia las imágenes de la trayectoria gráfica e impresa
de Manuel Boix.
Y para ese ejercicio de escritura y de lectura,
amigos míos, cualquier momento es bueno, como
bien decían los latinos, amicis denique hora...
1 Como el libro trataba de crítica de arte (Estética & Crítica y otros ensayos, Valencia, 1983), la idea de escribir “sobre” la obra
plástica, que centró nuestra conversación previa al encargo formal del trabajo, le sirvió como desencadenante de unas imágenes
muy estudiadas, donde se veía la mano con el pincel que a su vez pintaba/escribía sobre una escultura. Esa idea de “metalenguaje”,
de un lenguaje que se refiere a otro lenguaje, enlazaba bien los planteamientos entre las relaciones de las palabras con las imágenes,
que ya entonces nos preocupaban a los dos. La ironía se desencadenó cuando no era una mano sino claramente un pie lo que
sujetaba el pincel que pintaba/escribía “sobre” la obra de arte. Entre la portada y la portadilla interior se dio finalmente cabida
a los dos proyectos que “me regaló” Manuel Boix para mi libro y que luego —al contrario de “lo que
es frecuente”— no se perdieron en la imprenta.
2 Para una referencia ampliada de las nociones que aquí se van a utilizar puede consultarse: Romà de la Calle, Escenografies per
a la crítica d’art contemporània. Col.lecció Fonaments nº 11. Institució Alfons el Magnànim. València, 2005. Capítol V.
3 Téngase en cuenta, en esta misma línea de urdimbre etimológica que estamos atravesando, que, por ejemplo, “ecfrástico” es una
de las pocas palabras que ha pasado a nuestra lengua y guarda aún su directo poso etimológico. Significa precisamente, desde
el argot médico, el aperitivo, el purgante o incluso también el supositorio para, según los casos, “abrir boca” o “desatascar” algún
determinado conducto.
4 Todos sabemos que en la segunda sofistica (siglos II y III d.C.) es cuando más se desarrolla la ekphrasis
como estricto ejercicio crítico. Filóstrato el viejo y Filóstrato el joven, tienen textos literarios cuyo objetivo era primordialmente
la descripción de imágenes.
5 Filóstrato el viejo, en sus Eicones, describe puntualmente cómo se encontraba él en casa de su
anfitrión en Nápoles, un gran coleccionista de pintura. Allí diariamente solía dedicarse, por la mañana, a visitar los cuadros de
aquella “exposición permanente”, instalada en el palacio. Pero un día el hijo del dueño, sabedor de tal costumbre, junto con
un grupo de amigos, decidió también acercarse —todos— a visitar la exposición, coincidiendo con el prestigioso invitado, y
le rogó amablemente que les explicara aquellas pinturas. Filóstrato describe en el libro tanto sus palabras como la escena en su
conjunto. La ekphrasis que practica —entre elocuente y didáctica— enfatiza la presencia del sujeto receptor, al que concretamente
se dirigen las palabras. Allí está el hijo del señor de la casa, en medio de sus amigos y colegas, convertido en interlocutor directo
y destacado de la actividad retórica desarrollada. Es a él a quien, una a una, se dirigen las palabras y las descripciones de las obras—relacionándolas además con los textos que las habían motivado (hypotiposis)— como en una particular obra de teatro. Y si,
por ventura, no hubiera estado delante (escuchando) el receptor, habría ficcionalmente quizás que inventarlo.Ésa es la actividad específica y genuina de la “ekphrasis”.
6 Habría que nombrar todo un conjunto de trabajos en esta línea de cuestiones. He aquí algunos: La línea obscura, Otó i els
equilibristes o —entre d’altres— El rostre. Les meues veus contra mi mateix.
7 No puedo dejar de citar unas reflexiones que efectúa
Josep Palàcios en alguno de sus textos escritos sobre la obra de Manuel Boix, pintor: “Obra de pintor, vull precisar-ho: algú
que utilitza un llenguatge, més que distint, complementari, que se suma al del literat, al del músic, en el camí de la bellesa, aquest
terme que avui hem de demanar excuses quan l’utilitzem”. J. Palàcios El rostre. Les meues veus contra mi mateix. Cit supra, página 6.
8 También sobre esta cuestión puede consultarse el libro citado anteriormente Escenografies per a la crítica
d’art contemporània. En especial los capítulos: 3, 4 y 6. |
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