osep Palàcios
Hablar de pintura: de la pintura de Manuel Boix. Hablar
de literatura: de mi literatura. Recurrir a la historia será
hablar de las dos, al mismo tiempo. Tal vez hace, ha hecho
o hará dentro de poco —lo más probable es que ya haya
pasado la hora de las conmemoraciones— veinticinco años
que comenzó, a la orilla del mar, esta historia ya histórica,
que sube de la mera utilidad a un escalón, si no de gloria,
de sentido, de dar sentido a un trabajo: doble, reflejado el
uno en el otro, si queremos utilizar fórmulas más sofisticadas.
Si bien es cierto que los precedentes podrían retrotraerse
aún más —él ilustró uno de mis primeros escritos
en un libro para niños, Veles i vents—, si no hubiera sido
por el Tirant lo Blanc, la historia, ahora ya bajo la forma de
tercera persona de la trinidad, habría sido distinta, aunque
sólo fuera porque esta tentativa tipográfica se ha situado
en la primera línea de la imprenta valenciana, tan divertida
a la hora de asignarse calificativos de linaje y prosopopeya.
De ambición, al menos, y no teníamos que ser menos
nosotros. Manuel Boix habría seguido su trayectoria
artística y yo habría hecho... ¡Váyase a saber! Si me lo
preguntárais con buenas intenciones, os contestaría que, sí:
la siesta, que, al fin y al cabo, en sus sueños torturados por
la digestión, es lo que tal vez más se parece a la literatura
seria. En los primeros momentos de elaboración del Tirant,
mientras trabajábamos juntos y en cada momento experimentábamos
los ingenuos placeres del descubrimiento y la
creación, él desde su ángulo de pintor y yo desde el de medio
tipógrafo, medio erudito-a-la-fuerza y, aunque me
sobre una mitad, de medio literato-barrendero, surgió inesperadamente
la necesidad de hacer una carpeta —como
creo que se les continúa llamando ignominiosamente a
estos productos de pretenciosa suntuosidad que almacenan
tres o cuatro grabados, serigrafías, litografías... y unas
palabras de compromiso: bien poca cosa, en definitiva, si
descontamos cuatro o cinco Lligats i lacrats especiales por
década—. Y entonces hicimos Devastació. Sí, aquella caja
de madera con contenido enigmático que aparece, destrozada,
en algunos primeros planos de los reportajes fotográficos
que se hicieron sobre el episodio de las bombas
contra la casa de Joan Fuster. Con Devastació, o Devastació
de Ticromart —la broma, insistida, ¿o es que se puede imaginar
que la originalidad no tiene límites?, de los espejos:
Trama/Urdimbre, con una pequeña trampa trompeloeilesca—,
Boix entraba, de hecho, a conciencia, dentro de la literatura, ¡y la tipografía!, y yo dentro de la pintura y ampliaba
mi compromiso con la tipografía también. Si no me
equivoco, esto ocurría antes de la aparición del primer volumen
de nuestra edición del Tirant, o poco después. Desde
aquel momento, el trazado tirantiano fue, si somos capaces
de dejar de lado la grandeza, que también la ha tenido,
y la miseria, de su crónica, una magnífica excusa para
pintar, para escribir. Para hacer libros —otros libros— conjuntamente.
Yo creo, y creo que él también lo cree, que, si
no se hubiera dado esta casualidad, esta convergencia tan circunstancial
como se quiera, ni él hubiera pintado como
pinta —aunque ya entonces pintaba así de bien, y que me
perdone la expansión— ni yo hubiera escrito como escribo —aunque, e introduzco una variante que no sé como
calificar, yo ya tenía las mismas manías que ahora—. ¿Ha
valido la pena? La primera respuesta que me viene a la
punta del lápiz no guarda relación con la demanda: ¡ha
pasado, terriblemente, el tiempo...! ¿Ha valido la pena? No
somos nosotros, abiertos hacia cada yo, los más adecuados
para juzgarlo. O sí: porque si dejáramos en manos de los
otros toda la capacidad de decidirlo, entonces sí que todo
habría estado falto de sentido. Sí que ha valido la pena, y
dicho bien alto. Él ha hecho muchas cosas que alguna parte
mía tienen, alguna huella, alguna idea que, si no se hubiera
producido el encuentro, tal vez yo no habría pensado
nunca. Yo he hecho algunas que lo reflejan desde ángulos
doblemente personales. El cambio, el intercambio de lenguajes
propiamente reflejados, puede dilatarse hasta extremos
gloriosamente imprevistos, sin tocar un punto de la
originalidad o la suerte —el destino— respectivas. En uno
de los pocos discursos que he pronunciado en esta vida —la simple lectura de una especie de biografía compartida,
en la inauguración de una muestra en una galería valenciana—,
planteé el secreto de nuestro programa. En plan
defensivo, tal vez. O agresivo, según como se mire. En
cualquier caso, analizado desde el presente, es un epigrafiado
de las dificultades con que chocará cualquiera que busque
ingresar en la monacal profesionalización de artista, de la
clase que sea, en una tierra de artistas como presume la nuestra
de serlo: si no es para convertirlos en más tierra... Aquella
frase arrogante es suficientemente modesta al mismo tiempo
para ponerla al pie de esta nota, cargada ya de tantos
terrores: «Los que intentamos hacerlo bien también tenemos
derecho a la vida». Tanto si lo conseguimos a plena satisfacción,
ante el juicio de los demás, pero sobre todo contra
los miles de interrogantes con que nos atormenta la
propia conciencia, como si sólo lo conseguimos a medias,
dejando en manos de la posteridad, ya que hemos extendido
desde el principio la pancarta de la confesión, la ardua
sentenza. Y un final ornamental. En la primera y tercera
ediciones —la segunda tenía otros objetivos— del libro más
satisfactorio que hemos hecho juntos, desde mi punto de
vista, Alfabet, encontramos este apunte: «Dentro del espacio de un libro compartido, la obra literaria se enriquecerá
rapazmente de la obra plástica y la plástica de la literaria...
Por un momento, en esta pirueta, el pintor se hará la
ilusión de haber escrito y el escritor de haber pintado».
Un trazo por el cual se puede llegar a una obra artística —palabra cortada por la mitad hacia los extremos de la
proposición— en que la creación individual se articulará
en resortes múltiples con la réplica de la otra creación individual
para conseguir su fin: la fascinación del espectador.
Colaborar, y rompo ya la ventanilla del confesionario,
es una de las maneras más firmes de aprender.