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ALGUNOS DATOS PARA SITUAR
LA PINTURA DE MANUEL BOIX
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osep Palàcios
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En 1974 y en 1976, Boix vuelve, ahora solo, a la Galería
Adrià, de Barcelona. Entre una fecha y otra, ha pasado
algo importante. Ha “descubierto” el Barroco —la “bufa del bou” (“la vejiga del buey”, metafóricamente la
vanidad), como lo calificaba con ira y escándalo un pintoresco
dietarista de la época, Joan Porcar, beneficiado de
la parroquia de San Martín, de Valencia, que había tenido
que soportar las insolencias de una pandilla de aristócratas
castellanos, los que más soplaban para hincharla, de visita
por estos pagos—: el Barroco en una versión digamos doméstica.
Incorporárselo al mundo propio, este mundo
hecho de los objetos que se tienen al alcance de la mano,
no le ha costado más esfuerzo que el reparar en ello. Ya
estaba ahí, esa es la sencilla explicación, y no formulo
ningún juego de palabras, que ahora se restringen en su
literalidad. Porque, en efecto, entre el repertorio de cosas
inmediatas, tanto puede figurar, pongamos por caso, el
tóxico aparato de televisión o la sombra omnipresente y
dura del Dictador, contra los que se ha de levantar como
sea la voz de la protesta —no hará falta insistir en los
milagros de estilo que ha obrado la ambivalencia durante
los últimos cuarenta años de vida de este país, al no poder
recurrir a las designaciones directas—, como unos
cuadros o unas esculturas providencialmente incorporados
al patrimonio familiar. El hecho que sean marginales a la
historia del arte que se explica en los skires acostumbrados,
no ha hecho sino conferirles su singularidad. Es lo
que convenía, evidentemente. Olvidados en unas buhardillas
cualesquiera, desconocidos, subalternos, sin esperanzas
de “resurrección” por sus valores intrínsecos, difícilmente
podían aspirar a una posteridad mucho más afortunada:
como máximo, la sacristía de un convento o el
despacho de un notario. Boix ha sabido “apropiárselos” y
establecer sobre ellos un sacrílego esquema de meditaciones,
en el cual ha jugado una baza decisiva el deficiente
estado de conservación en que se encontraban, medio
destruidos, deshilachados. Aquella casualidad, fortuita, poco
menos que insólita —“cualquiera” puede poseer, no ya un
lienzo del XVII o del XVIII, sino una tabla gótica incluso,
pero éste no es el caso: sea como fuera, Boix no fue a “buscarlos”, sino que “encontró” que los tenía, por “azar”
y no por “posibilidades”—, pero inventariable —los cuadros
y las esculturas a que me refiero, no está de más dejarlo
bien remarcado, y tal como lo remarco, son tan palpables
como el pan nuestro de cada día que se come en
la casa del pintor—, ha determinado, mucho más de lo
que podría parecer, la evolución última de su obra, hasta
el punto de significarle una especie de reencuentro con él mismo. La recreación fragmentada de las telas o las tallas
caducadas —faltas del sentido y de la utilidad que les
confería la época para la cual fueron hechas, y convertidas
en meros “objetos” del siglo XX, no por “anacrónicos”
menos “reales”—, a veces con aire de juego, por el gusto
de provocar el aturdimiento del espectador, a veces con
sagaces ahondamientos sicológicos, para contagiarles la
propia rabia o desesperanza, ha dado como fruto obras de
una gran belleza formal. Las ampliaciones cromáticas a que
esto ha dado pie, impuestas en cierta medida por el “asunto”,
no han venido a disimular, sino más bien al contrario,
a poner más de manifiesto, más “de relieve”, la progresiva
simplificación de la “manera” de pintar de Boix.
La dimensión, el “cuerpo” de las figuras, no vienen determinados
por incidencias o contrastes de color, por las
más o menos limitadas posibilidades en que puede resolverse
la “paleta”. Los grises esenciales —negro sobre blanco,
no lo olvidemos— inundan el cuadro hasta definirlo totalmente,
de extremo a extremo. Son, efectivamente, cuadros “dibujados”, pero también alguna cosa más: son cuadros “esculpidos”.
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El lápiz o el carboncillo no hacen sino sustituir a la
gubia o al cincel en la búsqueda de este “algo más”, cuyo
fin no es engañar al ojo según los cánones de la perspectiva
aérea o las sorpresas del trompe-l’oeil más sofisticado,
sino arrastrarlo hacia “dentro”, quizá hasta la parte
trasera del plano pintado. El color, por tanto, queda ahí
desnudamente superpuesto, como la policromía en las estatuas
de la imaginería de consumo. Pienso que no habría
sido excesivo descender hasta el detalle de precisión
que se podía prever: de la imaginería “religiosa”. En la
producción total de Boix se advierte una cierta insistencia en esta temática. Pero no es menos perceptible que
su postura personal ha ido evolucionando ante ella, a
partir de un presumible “desde dentro” —cuestiones de
educación—, pasando por un “en contra” —la legítima
rebelión de una “adolescencia” que casi se arrastra hasta
las puertas de la madurez—, hasta llegar a un “desde
fuera”. Desde fuera, pero —ay!— sin salirse, como suele
pasar: el motivo religioso no deja de ser una excusa, sobre
la cual se proyecta un punto de vista “externo” y
desmitificador, pero ahí está. Desde el vehículo —casual
en sus concreciones inmediatas, decía— de esta iconografía
tan “marcada” por el curso de la historia, Boix se
ha enfrentado a meditaciones esencialmente humanas y
más libres, o liberadas: la violencia de etapas anteriores,
una violencia que apuntaba insaciablemente en todas
direcciones, podría ser ahora descifrada con otra clave: la
de la angustia, en la progresiva intelectualización de su
pintura —porque la pintura de Boix es una pintura “intelectual”,
o “intelectualizada”, eso es obvio: una pintura
para “leerla”—, que parece mucho más concentrada, “reconcentrada”. En la serie Trama i ordit (Trama y urdimbre) —iniciada en 1978—, que resume las virtudes
del ciclo, las obsesiones personales se sitúan en un nivel
de transcendencias. Comenzada con una voluntad explícita
de penetrar más allá de la escamosa costra en que se
convierten los viejos óleos, y descender hasta la materia
de soporte del cuadro, los hilos —los hilos que, “tramando”
y “urdiendo”, conforman el tejido, pero cuyo destino,
una vez convertidos en tejido, es deshilacharse, en un
retorno a ellos mismos, para desaparecer finalmente y
arrastrar a la destrucción el mundo ilusorio que les había
superpuesto el artista—, introduce, en las múltiples
variaciones sobre el tema, ciertos elementos de misterio,
de simbología a menudo ambigua. En el trasfondo de sus
caminos innumerables percibimos, no obstante, la acerada
y amarga crispación del Boix de siempre. Nada dura
aunque sea bello, nos vemos obligados a leer entre líneas,
como resumen, y solamente la fuerte sugestión óptica que
dimana de ello los redime un tanto de una subyacente
acritud. Con ampliaciones y reposiciones sucesivas, se ha
expuesto en Barcelona (Galería Adrià), Valencia (Val i 30),
Zaragoza, Alcoy, Gandia, Girona... Para participar en la I
Setmana Catalana de Berlín, en 1978, fue seleccionado
L’Arc del Triomf, cuya importancia de cara al futuro, este
presente, ha sido destacada más arriba.
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Por otra parte, a lo largo de toda esta última etapa, se
suceden unas cuantas operaciones de gran importancia
estrechamente vinculadas con las artes gráficas. La primera,
cronológicamente, es la ilustración del libro para niños
Veles i vents (Velas y vientos, 1974), en uno de estos estilos “menores”, deliciosos, que Boix ha sabido ingeniarse desde
las remotas jornadas de colaboración en las revistas
humorísticas. El transcurso de las estaciones es contemplado
a través de una colección de textos de escritores catalanes,
que seleccionó Ferran Zurriaga a efectos didácticos, y a
los cuales Boix puso las viñetas. Las Deu imatges sobre les
Germanies (Diez imágenes sobre las Germanías), sobre el
tema de la revuelta valenciana del siglo XV según unos
cuentos de Josep Lozano Lerma, fueron presentadas en
1978 en la Galería Cànem, de Castellón de la Plana, y no
pasan de ser todavía el avance de un trabajo a completar,
pero que, sin duda, constituirán —de hecho, ya lo constituyen,
sin necesidad de más— una de las mejores demostraciones
de una técnica, soberanamente sencilla, que se
presume total. El ensayo del aguafuerte, más reciente, apunta
en esta misma ambición. Iniciado en el mismo 1978 con
la carpeta L. B., dedicada a la vida de las abejas, se continúa
en la magna edición del Tirant lo Blanc, la gran novela
de caballerías, en fase de elaboración y de publicación
—en 1980 ha aparecido el segundo de los cuatro volúmenes
previstos—, que incluirá cuarenta y ocho láminas
en total, algunas de formato gigante, y con el libro
Devastació de Ticromart (Devastación de Tricomart), con la
colaboración literaria de quien esto suscribe... Que, para
acabar, se cree en la obligación de justificarse. Cuando se
habla del arte y de los artistas, la norma aceptada es tener
que barajar estos términos emblemáticos que han consagrado,
primero, en las alturas de la crítica, el “método”, y
después, en sus provincias, la inercia, y a base de ellos “situar”
—y no he olvidado que estas notas tratan de situar
la pintura de Manuel Boix— cada autor y su obra, a menudo
incluso, para encajarlos satisfactoriamente, a costa de la
misma originalidad que pudiesen ofrecer. Creo que, en este
sentido, yo he actuado con suma despreocupación. Más
bien, he enfocado el tema —la pintura de Manuel Boix—
desde un ángulo chocantemente personal, sin las asepsias
que requeriría un curriculum vitae, más o menos enumerativo
de exposiciones, premios y otros oropeles, ni los rigores, o
las florituras, de los especialistas. Son habilidades en las cuales
no habría sabido desenvolverme; tampoco me hubiera
sentido a gusto, esa es la verdad. Mi papel da la medida de
mis limitaciones, una poco montaignanamente. Embarcado,
a la fuerza, en la “seducción” del propio lenguaje, he concedido
poca atención a las etiquetas “aclaratorias”. Solamente,
y con no poco trabajo, al principio. Se trataba, pues,
y para abreviar, de salir del paso. El hecho de haberme
olvidado de ello por completo a partir de cierto momento —desde Falconeria, por ejemplo—, quisiera que se interpretara,
porque ésta es la pura verdad, como un progresivo
interés por su obra “concreta”, sin necesidad de
referencias a buscar en otras fuentes, que me diesen una
visión filtrada. Ha sabido “ganarme”, y hacia ella he dirigido, “ingenuamente”, y por eso mismo también “provisionalmente”,
mi vocabulario —no dejo de constatar que
estas notas son muy incompletas y que reina un cierto
desconcierto, disimulado, o acentuado, según como se mire,
por la supeditación a la cronología—. No he necesitado
nada fuera de la misma para “explicármela”, más que mis
propias palabras, o poco más. ¿Realismo mágico, hiperrealismo?
Son términos que se han empleado y debatido a
propósito de ella. Los “ismos” son uniformadores, y de ahí
su peligro. Pueden orientar, pero no explicar. Cada pintor “en concreto”, en su experiencia, en su aventura, se les
escapa por una salida u otra. Mala señal para ellos, si no.
Pero el posible lector ya hubiera caído. Si esta confianza
no pasa de ser una presunción, allá quedan los epítetos,
entre interrogantes, para que ensaye su propio ejercicio de
recreación. Los pintores que nos “gustan” se lo merecen.
Al realismo de Boix, que lo es —¿o sólo lo parece?—, yo,
para aportarle un leve soplo de aire nuevo, lo denominaría,
con vaguedad que no comprometiera demasiado ni a
demasiados, realismo desde detrás del espejo.
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Las dos exposiciones antológicas, en el Palacio de
Velázquez de Madrid y en el Museo de San Pío V de Valencia,
en la primera mitad de 1981, con motivo de haberle
sido concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas
el año anterior, constituyen una referencia obligada en
la trayectoria última de Manuel Boix. Es evidente que un
galardón de estas características, y no quiero entrar en las
connotaciones positivas o negativas que arrastra toda consagración
oficial u oficialista —ni si el “nacional” hace
referencia al propio país o al de al lado—, carga sobre quien
lo recibe un cúmulo de responsabilidades que hay que saber
asumir y digerir, más que con modestia, con paciencia —y con un encogimiento de espaldas que equivaldría
a un: “quizá la historia cambiará un día, aunque nosotros
no estaremos para verlo, y por lo tanto...”—. No era eso
lo que quería señalar, sin embargo, sino un hecho desde
mi punto de vista mucho más decisivo en su aparente trivialidad
de pura añadidura: justamente, el de que haya dado
pie a aquel par de muestras, espléndidas e ilustrativas. En
tanto que privilegiados escaparates, han servido, no tanto
para contribuir a poner en circulación un nombre ya más
o menos conocido en el mundo del arte peninsular y a
hacer más manifiestos unos méritos indudables, como, sobre
todo, para brindar la posibilidad de ver reagrupado en una
meditada selección el conjunto de un quehacer que ya
cubre cerca de una veintena de años. Para los que ya antes
nos interesábamos por él y para aquellos otros en los que
la distinción despertó el comienzo de una curiosidad, la
doble circunstancia fue excepcionalmente oportuna. Mucho
más lo ha sido, y creo no disparar a ciegas, para el
propio pintor; así debería ser, por lo menos. Se le ofrecía
entonces la posibilidad de sopesar, con una perspectiva
amplia y válida y una exigible responsabilidad, todo cuanto
había hecho, a través de lo más representativo. Este “enfrentamiento”,
inevitable, y más allá de la pura satisfacción
personal, no podía no ser sanamente crítico, y ha tenido
que inducirle necesariamente a una seria reconsideración
de su pintura, a hacer balance. En este sentido, se adivina
ya el relieve que presenta esta exposición de Zaragoza
(1982), la primera en la que se exhibe obra nueva desde
1980, bastante antes de que se le otorgara el premio.
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A finales de este año llegaba prácticamente a su final la
serie Trama i ordit (Trama i urdimbre), quedaba agotado, en
todo caso, el motivo que le servía de soporte, el análisis
del Barroco, de lo barroco. Tenía que perdurar, por descontado,
el enriquecimiento que se sacaba de la experiencia,
unos recursos ampliados y una cierta brillantez en el
lenguaje, por contagio; las obras de este período, recordémoslo,
y aquellas que, en coincidencia con sus últimas
boqueadas, anunciaban ya un cambio de temática —lienzos
como Quaranta amb blau (Cuarenta con azul), por ejemplo—,
llevan superpuesto un vistoso colorido, por ceñirnos
a esto. Perduraban también otros “aprendizajes” y otras “posibilidades” que no había habido ocasión, por el momento,
de llevar hasta las últimas consecuencias, como los
que se apuntaban en Deu imatges sobre les Germanies (Diez
imágenes sobre las Germanías), con su inmensa carga de
sugestión, y, por otro lado, los que comenzaba a desvelar a
todos los efectos, y no sólo al inmediato de saber utilizar
un recurso técnico más con elegancia y sagacidad, el ensayo
del aguafuerte, con la ilustración de la novela de caballerías
Tirant lo Blanc. Acròstic (Acróstico), título bajo el cual
se presenta ahora el nuevo tema, supone en cierto modo la
convergencia de todos estos extremos; porque hay que convenir, de entrada, que nos hallamos ante un esfuerzo de
síntesis. Bajo el epígrafe genérico, se agrupa un variado repertorio
de pruebas cuya constante es, sin embargo y ante
todo, la sencillez —la difícil sencillez—, el despojamiento.
Se trata, a mi modo de ver, del clásico “repliegue” que
puede constatarse en los momentos cruciales de Boix, y el
cual obedece, sin lugar a dudas, a la profunda convicción
de que el mero cambio no tiene sentido si no es para progresar,
para llegar más lejos, y que para afianzar el cambio
hay que partir desde abajo, meditar punto por punto aquello
que se pretende hacer y afilar la técnica para llegar ahí.
Lo que podría parecer un encogimiento es, en realidad, una
lucha contra la rutina fácil y el calco de uno mismo, una
tensión. “Desnudar” la propia técnica, “ofrecerla” al descubierto,
es el primer paso a dar en esta “crisis”.
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¿Qué es Acròstic? Ya me he referido en otra parte al descollante
papel que siempre ha jugado la “literatura” en la
obra de Boix. En un principio, era la propensión a dotar a
sus cuadros de títulos “esclarecedores”, paradógicos a veces,
intencionados siempre. Luego, fue la limpia y llana irrupción
sobre el lienzo de la misma letra, como valor pictórico
absoluto, algo que merecía ser pintado como cualquier otra
cosa: esto sucedía en la serie Trama i ordit (Trama y urdimbre),
en la cual se conjugaban elementos procedentes de la
parcela pictórica y de la literaria; precisamente, aquellos que
se encuentran en la base respectiva, la tela y la palabra. ¿Pintar? ¿Escribir? ¿Existe una barrera infranqueable entre uno
y otro mundo? Indudablemente que no, y no hace falta recurrir
a las filigranas de la imaginación para comprenderlo.
El término “acróstico” nos remite exactamente a ese punto
mágico donde cada objeto empieza a tener su nombre, una
entidad propia, y en el cual ha de ser la idea —o la Idea—
la que prevalezca. ¿Es Acròstic, nada más, una propuesta en la
que privan, o priman, los valores “literarios”, con desplazamiento de la misma “realidad”? ¿Es Boix, por el contrario,
un pintor “fiel” a la realidad, a la realidad que le rodea y sobre
la cual puede proyectar, y no tiene más remedio que proyectar,
una mirada asimiladora y revulsiva al mismo tiempo? ¿Existe, en cualquier caso, una realidad superior a las
palabras, a la de las palabras? Precisamente, la “literatura”
implícita o asimilada en Acròstic nos conduce a las capitulares
que la representan: la realidad, para serlo, debe ser designada,
y cada realidad —los fragmentos en que se disgrega—
tiene, ni más ni menos, un nombre, y es ella la que, a través
de éste, pasará a incorporarse al lienzo o al dibujo. En la serie
que ahora se inicia se refleja, en primera instancia, el mundo “concreto” del pintor, en su compleja dimensión sociocultural,
e incluso en tanto que proyecto que hay que presentar
y resolver: la tierra, su gente, lo que esta gente hace,
sus problemas, su cultura, una llamada a su futuro. Es desde
este ángulo —a partir de la palabra pintada o de la imagen
que suscita— como hay que interpretar, pongo por caso, la
cuádruple recreación de la portada de una revista literaria
publicada en el País Valenciano —y en la lengua del País
Valenciano— o el espectacular Paisatge dels Països Catalans
(Paisaje de los Países Catalanes). Algo profundamente turbador,
y en lo que conviene parar mientes, hace irrupción,
por otra parte, en bastantes de estas obras nuevas, pinturas o
dibujos: sobre la misma “realidad” se implantan elementos
aparentemente abstractizantes. ¿Hasta qué punto lo son? ¿Hasta qué punto son trasposiciones o interpretaciones de
técnicas aprendidas no directamente pictóricas —procedentes
del grabado calcográfico? Cualquiera que sea la respuesta
que con el tiempo el pintor dé a estas preguntas, lo cierto
es que, en el fondo, la mera propuesta podría ser interpretada
como una iconografía de la desolación, de la amargura,
de la amenaza de un futuro que no se prevé a la medida de
nuestros deseos. Esta presumible “escapada” podría “leerse”
también como una configuración circular —echemos una
ojeada atenta al conjunto de la obra de Boix— de que el “mundo de este pintor”, el que ha trascendido a sus cuadros
y desde sus cuadros, es ya tan suficientemente denso y
variado, en su coherencia, como para permitirse y absorberse
algo tan nuevo y sorprendente como un apunte de
juego a propósito de “pintar” la “pintura”, pero no “otra”
pintura, como en Trama i ordit, sino al hecho o al resultado
de pintar, la pincelada “física”, recreada punto por punto.
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