MANUEL BOIX

 

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ALGUNOS DATOS PARA SITUAR LA PINTURA DE MANUEL BOIX

 

 

osep Palàcios

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 


Martiri de Sant Bartomeu (Martirio de San Bartolomé). 1973.

Abelles (Sèrie Trama i Ordit) (Abejas (Serie Trama y Urdimbre)). 1978

 

En 1974 y en 1976, Boix vuelve, ahora solo, a la Galería Adrià, de Barcelona. Entre una fecha y otra, ha pasado algo importante. Ha “descubierto” el Barroco —la “bufa del bou” (“la vejiga del buey”, metafóricamente la vanidad), como lo calificaba con ira y escándalo un pintoresco dietarista de la época, Joan Porcar, beneficiado de la parroquia de San Martín, de Valencia, que había tenido que soportar las insolencias de una pandilla de aristócratas castellanos, los que más soplaban para hincharla, de visita por estos pagos—: el Barroco en una versión digamos doméstica. Incorporárselo al mundo propio, este mundo hecho de los objetos que se tienen al alcance de la mano, no le ha costado más esfuerzo que el reparar en ello. Ya estaba ahí, esa es la sencilla explicación, y no formulo ningún juego de palabras, que ahora se restringen en su literalidad. Porque, en efecto, entre el repertorio de cosas
inmediatas, tanto puede figurar, pongamos por caso, el tóxico aparato de televisión o la sombra omnipresente y dura del Dictador, contra los que se ha de levantar como sea la voz de la protesta —no hará falta insistir en los milagros de estilo que ha obrado la ambivalencia durante los últimos cuarenta años de vida de este país, al no poder recurrir a las designaciones directas—, como unos cuadros o unas esculturas providencialmente incorporados al patrimonio familiar. El hecho que sean marginales a la historia del arte que se explica en los skires acostumbrados, no ha hecho sino conferirles su singularidad. Es lo que convenía, evidentemente. Olvidados en unas buhardillas cualesquiera, desconocidos, subalternos, sin esperanzas de “resurrección” por sus valores intrínsecos, difícilmente podían aspirar a una posteridad mucho más afortunada: como máximo, la sacristía de un convento o el despacho de un notario. Boix ha sabido “apropiárselos” y establecer sobre ellos un sacrílego esquema de meditaciones, en el cual ha jugado una baza decisiva el deficiente estado de conservación en que se encontraban, medio destruidos, deshilachados. Aquella casualidad, fortuita, poco menos que insólita —“cualquiera” puede poseer, no ya un lienzo del XVII o del XVIII, sino una tabla gótica incluso, pero éste no es el caso: sea como fuera, Boix no fue a “buscarlos”, sino que “encontró” que los tenía, por “azar” y no por “posibilidades”—, pero inventariable —los cuadros y las esculturas a que me refiero, no está de más dejarlo bien remarcado, y tal como lo remarco, son tan palpables como el pan nuestro de cada día que se come en la casa del pintor—, ha determinado, mucho más de lo que podría parecer, la evolución última de su obra, hasta el punto de significarle una especie de reencuentro con él mismo. La recreación fragmentada de las telas o las tallas caducadas —faltas del sentido y de la utilidad que les confería la época para la cual fueron hechas, y convertidas en meros “objetos” del siglo XX, no por “anacrónicos” menos “reales”—, a veces con aire de juego, por el gusto de provocar el aturdimiento del espectador, a veces con sagaces ahondamientos sicológicos, para contagiarles la propia rabia o desesperanza, ha dado como fruto obras de una gran belleza formal. Las ampliaciones cromáticas a que esto ha dado pie, impuestas en cierta medida por el “asunto”, no han venido a disimular, sino más bien al contrario, a poner más de manifiesto, más “de relieve”, la progresiva simplificación de la “manera” de pintar de Boix. La dimensión, el “cuerpo” de las figuras, no vienen determinados por incidencias o contrastes de color, por las más o menos limitadas posibilidades en que puede resolverse la “paleta”. Los grises esenciales —negro sobre blanco, no lo olvidemos— inundan el cuadro hasta definirlo totalmente, de extremo a extremo. Son, efectivamente, cuadros “dibujados”, pero también alguna cosa más: son cuadros “esculpidos”.

 

 

 

 

 

 

 

 


Abelles (Sèrie Trama i Ordit) (Abejas (Serie Trama y Urdimbre)). 1978.
Carboncillo y óleo sobre tela. 40 x 40 cm.

 

 



Llavis (Labios). 1973.

El riu (El río). 1980
El riu (El río). 1980.
Carboncillo y óleo sobre tela. 100 x 100 cm.

Perspectiva. 1977.
Perspectiva. 1977.
Carboncillo y óleo sobre tela. Cinco lienzos superpuestos: 200 x 200; 150 x 150; 100 x 100;
70 x 70; 50 x 50 cm. (reproducidas las piezas 4 y 5 ).

Martiri de Sant Sebastià (Martirio de San Sebastián). 1973
Martiri de Sant Sebastià (Martirio de San Sebastián). 1973.
Carboncillo y óleo sobre tela. 5 lienzos superpuestos: 200 x 200; 150 x 150;
100 x 100; 70 x 70; 50 x 50 cm.

El lápiz o el carboncillo no hacen sino sustituir a la gubia o al cincel en la búsqueda de este “algo más”, cuyo fin no es engañar al ojo según los cánones de la perspectiva aérea o las sorpresas del trompe-l’oeil más sofisticado, sino arrastrarlo hacia “dentro”, quizá hasta la parte trasera del plano pintado. El color, por tanto, queda ahí desnudamente superpuesto, como la policromía en las estatuas de la imaginería de consumo. Pienso que no habría sido excesivo descender hasta el detalle de precisión que se podía prever: de la imaginería “religiosa”. En la producción total de Boix se advierte una cierta insistencia en esta temática. Pero no es menos perceptible que su postura personal ha ido evolucionando ante ella, a partir de un presumible “desde dentro” —cuestiones de educación—, pasando por un “en contra” —la legítima rebelión de una “adolescencia” que casi se arrastra hasta las puertas de la madurez—, hasta llegar a un “desde fuera”. Desde fuera, pero —ay!— sin salirse, como suele pasar: el motivo religioso no deja de ser una excusa, sobre la cual se proyecta un punto de vista “externo” y desmitificador, pero ahí está. Desde el vehículo —casual en sus concreciones inmediatas, decía— de esta iconografía tan “marcada” por el curso de la historia, Boix se ha enfrentado a meditaciones esencialmente humanas y más libres, o liberadas: la violencia de etapas anteriores, una violencia que apuntaba insaciablemente en todas direcciones, podría ser ahora descifrada con otra clave: la de la angustia, en la progresiva intelectualización de su pintura —porque la pintura de Boix es una pintura “intelectual”, o “intelectualizada”, eso es obvio: una pintura para “leerla”—, que parece mucho más concentrada, “reconcentrada”. En la serie Trama i ordit (Trama y urdimbre) —iniciada en 1978—, que resume las virtudes del ciclo, las obsesiones personales se sitúan en un nivel de transcendencias. Comenzada con una voluntad explícita de penetrar más allá de la escamosa costra en que se convierten los viejos óleos, y descender hasta la materia de soporte del cuadro, los hilos —los hilos que, “tramando” y “urdiendo”, conforman el tejido, pero cuyo destino, una vez convertidos en tejido, es deshilacharse, en un retorno a ellos mismos, para desaparecer finalmente y arrastrar a la destrucción el mundo ilusorio que les había superpuesto el artista—, introduce, en las múltiples variaciones sobre el tema, ciertos elementos de misterio, de simbología a menudo ambigua. En el trasfondo de sus caminos innumerables percibimos, no obstante, la acerada y amarga crispación del Boix de siempre. Nada dura aunque sea bello, nos vemos obligados a leer entre líneas, como resumen, y solamente la fuerte sugestión óptica que dimana de ello los redime un tanto de una subyacente acritud. Con ampliaciones y reposiciones sucesivas, se ha expuesto en Barcelona (Galería Adrià), Valencia (Val i 30), Zaragoza, Alcoy, Gandia, Girona... Para participar en la I Setmana Catalana de Berlín, en 1978, fue seleccionado L’Arc del Triomf, cuya importancia de cara al futuro, este presente, ha sido destacada más arriba.


Diversos fragmentos de Trama i Ordit (Trama y Urdimbre). 1976.
Carboncillo y óleo sobre tela.

Versió femenina (Versión femenina). 1977
Versió femenina (Versión femenina). 1977.
Carboncillo y óleo sobre tela. 200 x 130 cm.

Trama/Ordit (Trama/Urdimbre). 1975
Trama/Ordit (Trama/Urdimbre). 1975.
Carboncillo y óleo sobre tela. 150 x 170 cm.

Trama/Ordit R. M. i R.B (Trama/Urdimbre, R. M. y R.B). 1986
Trama/Ordit R. M. i R.B (Trama/Urdimbre, R. M. y R.B). 1986.
Carboncillo y óleo sobre tela. 200 x 200 cm.

El llit del riu (El lecho del río). 1980.

Apocalipsi (Apocalipsis). 1977.

Acròstic bandera (Acróstico bandera). 1995.

Por otra parte, a lo largo de toda esta última etapa, se suceden unas cuantas operaciones de gran importancia estrechamente vinculadas con las artes gráficas. La primera, cronológicamente, es la ilustración del libro para niños Veles i vents (Velas y vientos, 1974), en uno de estos estilos “menores”, deliciosos, que Boix ha sabido ingeniarse desde las remotas jornadas de colaboración en las revistas humorísticas. El transcurso de las estaciones es contemplado a través de una colección de textos de escritores catalanes, que seleccionó Ferran Zurriaga a efectos didácticos, y a los cuales Boix puso las viñetas. Las Deu imatges sobre les Germanies (Diez imágenes sobre las Germanías), sobre el tema de la revuelta valenciana del siglo XV según unos cuentos de Josep Lozano Lerma, fueron presentadas en 1978 en la Galería Cànem, de Castellón de la Plana, y no pasan de ser todavía el avance de un trabajo a completar, pero que, sin duda, constituirán —de hecho, ya lo constituyen, sin necesidad de más— una de las mejores demostraciones de una técnica, soberanamente sencilla, que se presume total. El ensayo del aguafuerte, más reciente, apunta en esta misma ambición. Iniciado en el mismo 1978 con la carpeta L. B., dedicada a la vida de las abejas, se continúa en la magna edición del Tirant lo Blanc, la gran novela de caballerías, en fase de elaboración y de publicación —en 1980 ha aparecido el segundo de los cuatro volúmenes previstos—, que incluirá cuarenta y ocho láminas en total, algunas de formato gigante, y con el libro Devastació de Ticromart (Devastación de Tricomart), con la colaboración literaria de quien esto suscribe... Que, para acabar, se cree en la obligación de justificarse. Cuando se habla del arte y de los artistas, la norma aceptada es tener que barajar estos términos emblemáticos que han consagrado, primero, en las alturas de la crítica, el “método”, y después, en sus provincias, la inercia, y a base de ellos “situar” —y no he olvidado que estas notas tratan de situar la pintura de Manuel Boix— cada autor y su obra, a menudo incluso, para encajarlos satisfactoriamente, a costa de la misma originalidad que pudiesen ofrecer. Creo que, en este sentido, yo he actuado con suma despreocupación. Más bien, he enfocado el tema —la pintura de Manuel Boix— desde un ángulo chocantemente personal, sin las asepsias que requeriría un curriculum vitae, más o menos enumerativo de exposiciones, premios y otros oropeles, ni los rigores, o las florituras, de los especialistas. Son habilidades en las cuales no habría sabido desenvolverme; tampoco me hubiera sentido a gusto, esa es la verdad. Mi papel da la medida de mis limitaciones, una poco montaignanamente. Embarcado, a la fuerza, en la “seducción” del propio lenguaje, he concedido poca atención a las etiquetas “aclaratorias”. Solamente, y con no poco trabajo, al principio. Se trataba, pues, y para abreviar, de salir del paso. El hecho de haberme olvidado de ello por completo a partir de cierto momento —desde Falconeria, por ejemplo—, quisiera que se interpretara, porque ésta es la pura verdad, como un progresivo interés por su obra “concreta”, sin necesidad de referencias a buscar en otras fuentes, que me diesen una visión filtrada. Ha sabido “ganarme”, y hacia ella he dirigido, “ingenuamente”, y por eso mismo también “provisionalmente”, mi vocabulario —no dejo de constatar que estas notas son muy incompletas y que reina un cierto desconcierto, disimulado, o acentuado, según como se mire, por la supeditación a la cronología—. No he necesitado nada fuera de la misma para “explicármela”, más que mis propias palabras, o poco más. ¿Realismo mágico, hiperrealismo? Son términos que se han empleado y debatido a propósito de ella. Los “ismos” son uniformadores, y de ahí su peligro. Pueden orientar, pero no explicar. Cada pintor “en concreto”, en su experiencia, en su aventura, se les escapa por una salida u otra. Mala señal para ellos, si no. Pero el posible lector ya hubiera caído. Si esta confianza no pasa de ser una presunción, allá quedan los epítetos, entre interrogantes, para que ensaye su propio ejercicio de recreación. Los pintores que nos “gustan” se lo merecen. Al realismo de Boix, que lo es —¿o sólo lo parece?—, yo, para aportarle un leve soplo de aire nuevo, lo denominaría, con vaguedad que no comprometiera demasiado ni a demasiados, realismo desde detrás del espejo.

L’absència del bodegó (La ausencia del bodegón). 1982.

Composició diagonal (Composición diagonal). 1975.

Sin título (Serie Acròstic). 1982.

 

Barroc (Barroco). 1977
Barroc (Barroco). 1977.
Carboncillo y óleo sobre tela. 100 x 100 cm.

 

 

 


Aire. 1982.
Óleo sobre tela. 100 x 100 cm.
Aigua (Agua). 1982.
Óleo sobre tela. 100 x 100 cm.
Foc (Fuego). 1982.
Óleo sobre tela. 100 x 100 cm.
Terra (Tierra). 1982.
Óleo sobre tela. 100 x 100 cm.

 

Las dos exposiciones antológicas, en el Palacio de Velázquez de Madrid y en el Museo de San Pío V de Valencia, en la primera mitad de 1981, con motivo de haberle sido concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas el año anterior, constituyen una referencia obligada en la trayectoria última de Manuel Boix. Es evidente que un galardón de estas características, y no quiero entrar en las connotaciones positivas o negativas que arrastra toda consagración oficial u oficialista —ni si el “nacional” hace referencia al propio país o al de al lado—, carga sobre quien lo recibe un cúmulo de responsabilidades que hay que saber asumir y digerir, más que con modestia, con paciencia —y con un encogimiento de espaldas que equivaldría a un: “quizá la historia cambiará un día, aunque nosotros no estaremos para verlo, y por lo tanto...”—. No era eso lo que quería señalar, sin embargo, sino un hecho desde mi punto de vista mucho más decisivo en su aparente trivialidad de pura añadidura: justamente, el de que haya dado pie a aquel par de muestras, espléndidas e ilustrativas. En tanto que privilegiados escaparates, han servido, no tanto para contribuir a poner en circulación un nombre ya más o menos conocido en el mundo del arte peninsular y a hacer más manifiestos unos méritos indudables, como, sobre todo, para brindar la posibilidad de ver reagrupado en una meditada selección el conjunto de un quehacer que ya cubre cerca de una veintena de años. Para los que ya antes nos interesábamos por él y para aquellos otros en los que la distinción despertó el comienzo de una curiosidad, la doble circunstancia fue excepcionalmente oportuna. Mucho más lo ha sido, y creo no disparar a ciegas, para el propio pintor; así debería ser, por lo menos. Se le ofrecía entonces la posibilidad de sopesar, con una perspectiva amplia y válida y una exigible responsabilidad, todo cuanto había hecho, a través de lo más representativo. Este “enfrentamiento”, inevitable, y más allá de la pura satisfacción personal, no podía no ser sanamente crítico, y ha tenido que inducirle necesariamente a una seria reconsideración de su pintura, a hacer balance. En este sentido, se adivina ya el relieve que presenta esta exposición de Zaragoza (1982), la primera en la que se exhibe obra nueva desde 1980, bastante antes de que se le otorgara el premio.

Quaranta amb blau (Cuarenta con azul). 1980
Quaranta amb blau (Cuarenta con azul). 1980.
Carboncillo y óleo sobre tela. 100 x 100 cm.

 

 


Peix amb jeroglífics(Pez con jeroglíficos). 1982.
Grafito y acuarela sobre papel. 51 x 65 cm.
Pintar la mar (Pintar el mar). 1982.
Carboncillo y óleo sobre tela. 200 x 150 cm.
Fang (Barro) (Serie Acróstic). 1983.
Óleo sobre tela. 100 x 100 cm.
Papallones i capells (Mariposas y capullos) (Sèrie Trama i Ordit). 1978.
54,5 x 45,5 cm.

 

 

 

Carles V (Carlos V) (Serie Germanies). 1978

A. 1982

A finales de este año llegaba prácticamente a su final la serie Trama i ordit (Trama i urdimbre), quedaba agotado, en todo caso, el motivo que le servía de soporte, el análisis del Barroco, de lo barroco. Tenía que perdurar, por descontado, el enriquecimiento que se sacaba de la experiencia, unos recursos ampliados y una cierta brillantez en el lenguaje, por contagio; las obras de este período, recordémoslo, y aquellas que, en coincidencia con sus últimas boqueadas, anunciaban ya un cambio de temática —lienzos como Quaranta amb blau (Cuarenta con azul), por ejemplo—, llevan superpuesto un vistoso colorido, por ceñirnos a esto. Perduraban también otros “aprendizajes” y otras “posibilidades” que no había habido ocasión, por el momento, de llevar hasta las últimas consecuencias, como los que se apuntaban en Deu imatges sobre les Germanies (Diez imágenes sobre las Germanías), con su inmensa carga de sugestión, y, por otro lado, los que comenzaba a desvelar a todos los efectos, y no sólo al inmediato de saber utilizar un recurso técnico más con elegancia y sagacidad, el ensayo del aguafuerte, con la ilustración de la novela de caballerías Tirant lo Blanc. Acròstic (Acróstico), título bajo el cual se presenta ahora el nuevo tema, supone en cierto modo la convergencia de todos estos extremos; porque hay que convenir, de entrada, que nos hallamos ante un esfuerzo de síntesis. Bajo el epígrafe genérico, se agrupa un variado repertorio de pruebas cuya constante es, sin embargo y ante todo, la sencillez —la difícil sencillez—, el despojamiento. Se trata, a mi modo de ver, del clásico “repliegue” que puede constatarse en los momentos cruciales de Boix, y el cual obedece, sin lugar a dudas, a la profunda convicción de que el mero cambio no tiene sentido si no es para progresar, para llegar más lejos, y que para afianzar el cambio hay que partir desde abajo, meditar punto por punto aquello que se pretende hacer y afilar la técnica para llegar ahí. Lo que podría parecer un encogimiento es, en realidad, una lucha contra la rutina fácil y el calco de uno mismo, una tensión. “Desnudar” la propia técnica, “ofrecerla” al descubierto, es el primer paso a dar en esta “crisis”.

Sèrie Acròstic. 1982.
Serie Acròstic (Acróstico). 1982.
Carboncillo y óleo sobre tela. 120 x 100 cm.

Vicent Peris (Serie Germanies). 1978

P.V. 1982

Paisatge del Països Catalans (Paisaje de los Países Catalanes) (Serie Acròstic). 1982
Paisatge del Països Catalans (Paisaje de los Países Catalanes) (Serie Acròstic). 1982.
Óleo sobre tela. 200 x 400 cm.

La colla del safrà, I (La cuadrilla del azafrán, I). 1982
La colla del safrà, I (La cuadrilla del azafrán, I). 1982.
Óleo sobre tela. 120 x 120 cm.
La colla del safrà, II (La cuadrilla del azafrán, II). 1982
La colla del safrà, I (La cuadrilla del azafrán, II). 1982.
Óleo sobre tela. 120 x 120 cm.

 

 

 

 

Deconstrucció (Deconstrucción) (Sèrie Agulla). 1974

¿Qué es Acròstic? Ya me he referido en otra parte al descollante papel que siempre ha jugado la “literatura” en la obra de Boix. En un principio, era la propensión a dotar a sus cuadros de títulos “esclarecedores”, paradógicos a veces, intencionados siempre. Luego, fue la limpia y llana irrupción sobre el lienzo de la misma letra, como valor pictórico absoluto, algo que merecía ser pintado como cualquier otra cosa: esto sucedía en la serie Trama i ordit (Trama y urdimbre), en la cual se conjugaban elementos procedentes de la parcela pictórica y de la literaria; precisamente, aquellos que se encuentran en la base respectiva, la tela y la palabra. ¿Pintar? ¿Escribir? ¿Existe una barrera infranqueable entre uno y otro mundo? Indudablemente que no, y no hace falta recurrir a las filigranas de la imaginación para comprenderlo. El término “acróstico” nos remite exactamente a ese punto mágico donde cada objeto empieza a tener su nombre, una entidad propia, y en el cual ha de ser la idea —o la Idea— la que prevalezca. ¿Es Acròstic, nada más, una propuesta en la que privan, o priman, los valores “literarios”, con desplazamiento de la misma “realidad”? ¿Es Boix, por el contrario, un pintor “fiel” a la realidad, a la realidad que le rodea y sobre la cual puede proyectar, y no tiene más remedio que proyectar, una mirada asimiladora y revulsiva al mismo tiempo? ¿Existe, en cualquier caso, una realidad superior a las palabras, a la de las palabras? Precisamente, la “literatura” implícita o asimilada en Acròstic nos conduce a las capitulares que la representan: la realidad, para serlo, debe ser designada, y cada realidad —los fragmentos en que se disgrega— tiene, ni más ni menos, un nombre, y es ella la que, a través
de éste, pasará a incorporarse al lienzo o al dibujo. En la serie que ahora se inicia se refleja, en primera instancia, el mundo “concreto” del pintor, en su compleja dimensión sociocultural, e incluso en tanto que proyecto que hay que presentar y resolver: la tierra, su gente, lo que esta gente hace, sus problemas, su cultura, una llamada a su futuro. Es desde este ángulo —a partir de la palabra pintada o de la imagen que suscita— como hay que interpretar, pongo por caso, la cuádruple recreación de la portada de una revista literaria publicada en el País Valenciano —y en la lengua del País Valenciano— o el espectacular Paisatge dels Països Catalans (Paisaje de los Países Catalanes). Algo profundamente turbador,
y en lo que conviene parar mientes, hace irrupción, por otra parte, en bastantes de estas obras nuevas, pinturas o dibujos: sobre la misma “realidad” se implantan elementos aparentemente abstractizantes. ¿Hasta qué punto lo son? ¿Hasta qué punto son trasposiciones o interpretaciones de técnicas aprendidas no directamente pictóricas —procedentes del grabado calcográfico? Cualquiera que sea la respuesta
que con el tiempo el pintor dé a estas preguntas, lo cierto es que, en el fondo, la mera propuesta podría ser interpretada como una iconografía de la desolación, de la amargura, de la amenaza de un futuro que no se prevé a la medida de nuestros deseos. Esta presumible “escapada” podría “leerse” también como una configuración circular —echemos una ojeada atenta al conjunto de la obra de Boix— de que el “mundo de este pintor”, el que ha trascendido a sus cuadros y desde sus cuadros, es ya tan suficientemente denso y variado, en su coherencia, como para permitirse y absorberse algo tan nuevo y sorprendente como un apunte de juego a propósito de “pintar” la “pintura”, pero no “otra” pintura, como en Trama i ordit, sino al hecho o al resultado de pintar, la pincelada “física”, recreada punto por punto.

Serie Imperdible. 1971.

 







 

 

 

 

Mel, flor, abella (Miel, flor abeja). 1974.

 

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