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ALGUNOS DATOS PARA SITUAR
LA PINTURA DE MANUEL BOIX
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osep Palàcios
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A esta primera etapa, que se resumiría como un intento
de integración dentro de las últimas corrientes artísticas —al nivel que señalaban las limitaciones locales, por descontado—,
en buena parte por reacción espontánea contra
la tradicional pobreza de toda enseñanza oficial, sucede otra
muy distinta. Hacia el 1966-67, coincidiendo con la salida
de la Academia, ganado ya el diploma, Boix hace un giro
radical y hasta cierto punto inesperado, difícil.
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Abandona el
pop, siempre mas o menos llamativo, de improvisación técnica
y búsquedas efectistas, que venía practicando, y deriva
hacia un populismo de tonalidades grises, apagadas, con propensión
moralizadora y caídas misticoides. Una primaria
voluntad de provocación le lleva a la truculencia. En los óleos
que entonces manufactura, con maneras clásicas, se advierte una insistida obscena complacencia en lo descarnado y
lo macabro: esqueletos enjoyados, figuras que los fondos
obscuros medio engullen, pájaros amenazadores, crucifixiones,
molduras siniestras... No sorprende que el mismo calco
amargo de la realidad inspire en el espectador interpretaciones
no buscadas, porque la atmósfera que lo envuelve
todo se presta a ello. La hora es crucial, crítica, cabe decir, y
es natural que aparezcan, desvelados hasta el exceso, rastros
supervivientes de una adolescencia a penas abandonada, las
obsesiones —digeridas o no— que se han sumado para
constituirse en la propia identidad. Me parece evidente, sin
embargo, que aquello que podría ser interpretado como una
regresión de planteamientos tiene todo el sentido de una
depuración. Ha quedado abierta la vía que conduce a la
autenticidad. La reconsideración, el mejoramiento de la
técnica, el imperativo de resolver el cuadro desde sus propias
limitaciones, el color elementalmente, por una parte, y
desde los propios recursos, la “idea”, por la otra, se le imponen
como una exigencia básica, y el progreso en ambos
sentidos es constatable a cada paso. Expone en diversas galerías de Valencia, Benidorm, Madrid y Arrecife de Lanzarote,
y en 1968-69 efectúa una primera escapada allende los Pirineos,
a Munich, Bolkow Ottobrunn y Laupheim (Alemania).
En la XXIV Exposición de la Ciudad de Linares,
este último año, presenta un cuadro clave, el díptico Les
temptacions de sant Jeroni (Las tentaciones de san Jerónimo),
tema clásico resuelto de una manera ya muy personal. Era,
bien mirado, el final de un camino. El inicio del nuevo, que
será el definitivo, ya que a partir de entonces la trayectoria
seguida por Boix será sin vacilaciones aparentes, hay que
situarlo en el salto que se observa, en el plano teórico al
menos, en el centro mismo de la serie de dos cuadros que
pinta el año siguiente: Edip y Edip i el fill de la Verónica (Edipo
y Edipo y el hijo de la Verónica). La Retransmissió televisiva
del miracle (Retransmisión televisiva del milagro), con pie
de 1970, será la última producción destacada del período,
que cierra con contundencia impresionante.
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Edip y Edip i el fill de la Verònica son, más que dos obras,
una obra doble: como dos vidrieras unidas por una bisagra
imaginaria, tiene, por añadidura, como quedaba apuntado,
esta significación de bisagra en la obra total de Boix.
Obra-espejo, encarada con ella misma —las escenas que
allí se representan, idénticas, abstracción hecha del “añadido”,
no son superponibles, sino que se “contemplan” en
un espejo, en “el” espejo—, el pintor, el elemento “externo”,
ha acabado por otorgarse aquí el lugar principal. Era
lo que convenía, indudablemente, aunque en la base de
las decisiones de esta clase no dejemos de reconocer un
inicial móvil de capricho, o precisamente por eso. La conciencia,
la propia conciencia, a través de este artificio, de
esta “representación”, ha sido atrapada, como quería Hamlet, que con tanto cuidado preparó la escena para desencadenar
los terribles efectos de este truco psicológico: siempre
es uno mismo quien paga las últimas consecuencias,
cuando se especula con estos resortes.
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Una arrogancia sacada
de la realidad más cruda y proyectable sobre las dimensiones “convencionales” —trágicamente convencional
aquí, tanto da— de esta realidad, será una constante, de
ahora en adelante, en la pintura de Boix. Dentro y fuera,
siervo y amo. Es la postura en que se encuentra el auténtico
creador, o a la cual ha sido lanzado, en frontalidad
absoluta —¿hay que citar la inmensa irreverencia düreriana
ante el Pantocrátor tradicional, la frontal soberbia de sus
autorretratos?—, y el púdico gesto de taparse las vergüenzas
con un pañuelo se transforma, mediante el malévolo apoyo
del epígrafe —recurso “literario” al cual tiende Boix a
menudo, hasta los términos de la paradoja—, en un acto
descaradamente exhibicionista, propensión que suele adornar
a los individuos que merecen aquella definición. |
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La
Retransmissió televisiva del miracle, sabia y minuciosamente
estructurada, recuerda la disposición en “enfrentamiento”
descrita, ahora en una superficie no dividida, sino ampliada,
integrada —dentro de un mismo marco, para entendernos—,
según unos ejes de simetría de efectos turbadores:
juego de “espejos” más o menos reales que no lo reflejan
todo o que reflejan más cosas que no hay, según como se
mire. La intención panfletaria que anuncia ya el título, y
que responde a una de las más rudimentarias y operativas tácticas de desprestigio que utiliza la propaganda política —poner en el mismo saco—, ilustra sobre otra de las permanentes
preocupaciones de Boix: que el arte “aproveche”
para algo, y no solamente para llenar espacios “superfluos”,
dotarlo de finalidad en los dominios vitales más inmediatos.
En este sentido, y para evitar malentendidos —lo anunciaba
ya antes—, vale la pena anotar que él ha sido el pintor
valenciano que probablemente más y más cuatribarradas
desplegadas haya puesto en circulación a través del cartel
o del libro, de las fundas de discos... Por otra parte, la dispersión
a que abocan estas servidumbres, si lo son, estas “utilidades” —y no se trata en exclusiva de tener que hacer
frente al gasto de cada día, para quien como Boix se ha
profesionalizado en la pintura, sino que hay que valorar
en su justo precio el “otro” compromiso, más “romántico”,
de remuneraciones a menudo imposibles—, ha tenido
que traducirse en la necesidad de cultivar y en la habilidad
de ejercer procedimientos plásticos un poco ajenos
a los que requiere el lienzo estricto, y ha producido el doble
efecto de aguzar al máximo el vocabulario de fondo, a
veces hasta la ira o la causticidad más despiadadas, y de
crecer progresivamente el dominio de los recursos del
oficio, siempre dentro de la urgencia, pero sin abdicar
nunca de una obsesiva “pulcritud”. |
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La lección podría ser
esta, en resumen: la supervivencia de un pintor valenciano
en el País Valencià, en el caso de Boix, ha sido posible
gracias, en primer lugar, a no haber renunciado a hacer
nada que se pudiera hacer, y eso sin cobrarlo siempre, y
sin haber hecho nada que, por un principio “ético” —personal,
cívico—, no tuviera que hacerse.
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