oan Fuster
1/
¿Cuándo podemos decir de un artista que ha llegado
ya a su plenitud? La misma palabra “plenitud”, rutinariamente
convencional, resulta también un poco ambigua,
y sugiere tal vez connotaciones de juicio de apariencia definitiva.
Pero, de hecho, se trataría de otra cosa: de apuntar
la evidencia de un estadio de trabajo donde el dominio de
los recursos expresivos y el propósito creador se han identificado
y se nos presentan como indisolubles. Queda superada,
y para siempre, la etapa de las probaturas, de los mimetismos
maquinales, de la perplejidad en las intenciones. Mañana,
sin duda, la obra —obra viva, al fin y al cabo— tendrá
una peripecia distinta. ¿Por qué no? En ella, sin embargo,
encontraremos certificada, en una continuidad casi biológica,
una vía segura de realizaciones renovadas. Al menos,
eso es lo que la experiencia histórica muestra y demuestra.
Yo me atrevería a afirmar que Manuel Boix, hoy, es un
pintor ingresado en la “plenitud”. Es joven aún: nació en
1942. El problema, de todas formas, no depende de la edad
sino de la reflexión y de la perspicacia que cada uno pone,
y del duro aprendizaje del oficio, incluso en el sentido más
académico del término. Porque, ¡ay!, en arte, todo acaba
siendo “academia”... Boix ha llegado a través de un largo
esfuerzo que, entre vacilaciones y intuiciones, desemboca
finalmente en un “estilo”. ¿Provisional? Esperemos a verlo.
De momento, “un Boix” ya lo reconocemos enseguida
como “un Boix”. Quiero decir: que sus lienzos vienen
marcados por una personalísima opción, tanto en los temas
como en la forma de asumirlos. Podrá gustar o no. No
lo sé. A mí, me gusta. ¿Y es eso, que nos “guste” o no, la última instancia, en el territorio del “arte”?
No seguiré el hilo del interrogante. La seriedad de las
valoraciones “estéticas” no tiene ninguna base objetiva.
Rectifico: sólo tiene la base objetiva de una acumulación sucesiva de adhesiones y de rechazos, precisamente subjetivos,
pero cohesionados por unos determinantes culturales
muy concretos. La presunta “ruptura” de las vanguardias
no ha hecho más que promover una alternativa similar.
Las vanguardias del primer cuarto de siglo han sido
higiénicamente positivas: «todo es posible» era su consecuencia.
El saldo ha sido brillante, efectivo, dinámico. Con
mucha superchería intercalada. Pero, ¿podía ser de otro
modo? “Ruptura” fueron los movimientos de vanguardia,
que, en estos momentos, sesenta o setenta años después,
pueden parecernos infantiles o irrisorios.
¿Puedo alargar la meditación saltando a otro nivel? Un
personaje de Dostoievski decía: «Si Dios no existe, todo
está permitido». Otro, no sé si de Sartre, retrucaba: «Si hay
un Dios, no hay libertad». Son unos planteamientos metafísicos
penosos y, sobre todo, superfluos. Sólo que, en el
fondo, esquematizan una situación, en la cual el “arte”
implanta su oportunidad de revuelta. Las vanguardias destronaban
a la “tradición”. ¿A cambio de qué? De una “libertad”
que tenía que chocar inmediatamente con una
paradójica ausencia de límites. Dejando a un lado las figuras
geniales —Picasso, Miró, Chagall, Braque, Rouault,
y alguno más—, la derivación corría el peligro de la inanidad
más absoluta. Un axioma se imponía: «el artista siempre
tiene razón», haga lo que haga. Para paliar las excrecencias
absurdas, convenía advertir al artista: «Sepas lo que
haces, y haz lo que quieras».
Manuel Boix sabe lo que hace. Como muchos otros. Sin
embargo, no tantos como podríamos imaginar. Boix no
se ha dejado llevar por las tentaciones fáciles ni por las
fórmulas de moda. Ha procurado escoger su camino, al
margen de las seducciones banales. Él, des de un principio,
ha sido un pintor “realista”. “Realista”, ¿de qué “realismo”?
Salvador Dalí, en la década de los treinta si no me
equivoco, propugnaba un «descrédito de la realidad» —la
etiqueta es suya— que, prácticamente, consumaron los “abstractos” y los “informalistas”. Entrados los sesenta, por
doquier germinaba una reacción de signo complejo, en la
cual la “realidad” —la realidad “sensible”— recobraba un
protagonismo decidido. De dónde les venía el estímulo, no
lo sé; pero Boix, y sus amigos Artur Heras y Rafael
Armengol, lo captaron enseguida. Los tres, con un Tríptico
monoteísta, el año 1964, se implantaban en la nueva corriente.
Aquel Tríptico mancomunado no pasaba de ser un balbuceo
inocente, todavía. Era, también, un inicio firme.
2/
Dejaré de lado, aquí, el problema del “marco local”:
de eso que, para entendernos, solemos llamar “pintura
valenciana”. Yo no me atrevo a meterme. En parte, y
tangencialmente, he vivido la pequeña peripecia de las artes
plásticas en el País Valenciano durante la larga “posguerra”
del franquismo, con el anecdotario penoso de las ilusio
nes frustradas por el provincianismo. Tenía buenos amigos,
acudía a sus exposiciones con una asiduidad que hoy no
me puedo permitir, y poco o mucho les envidiaba la tozudez
que aplicaban a su labor y que la gente de letras
apenas conseguíamos valorar. Mi testimonio, sea como sea,
no sería bastante elocuente. Ni mi capacidad de memoria
llegaría a puntualizar los episodios y las consecuencias.
Además, el tema pide una objetividad rigurosa y una información
amplia, que se me escapan.
Ya lo hará alguien,
algún día. Esperémoslo. Diré enseguida que, para mí, la “historia” de la pintura valenciana bajo el franquismo es
una parcela de la “vida cultural” de este país sin precedentes
y sin comparaciones: más rica en efervescencias intuitivas,
más oprimida por la mediocre esperanza del mercado y
más ambiciosa en sus propuestas. Habrá que estudiar su
evolución, revelar los condicionamientos sociales que la
cohibían y contra los cuales era necesario luchar, explicar
la lógica de las emigraciones y de las postergaciones. Para
situar la obra de Manuel Boix, como la de muchos otros
artistas indígenas más o menos de su generación, deberíamos
aclarar el “contexto” en que han procurado realizarse.
Que no sería solamente hablar de pintura: también de
economía, de ideologías, de opción nacional, de lucha de
clases, de política... Los nombres valencianos emergidos de
esta etapa son importantes: unos cuantos. Algunos, con
crédito internacional. ¿A partir de Manolo Gil, por ejemplo?
En todo caso, ni en la literatura ni en música ni en
los otros ramos de la “creación”, el País Valenciano ha producido
unos equivalentes tan cotizados.
Pero yo me preguntaba cuál era el “realismo” de Boix:
qué clase de “realismo” es el suyo, ahora. Los críticos de
diarios y de revistas, al hacer la recensión de las exposiciones
de Boix, han acudido a la terminología usual, sin
saber lo que decían. Le han colocado la designación de “realismo mágico” más de una vez. ¿Y qué quiere decir “realismo mágico”? Es como decir un “círculo cuadrado”.
Ya es admisible en tanto que paradoja: con paradojas, de
todas formas, mal podremos entendernos. ¿“Hiperrealismo”?
Tal vez por este lado nos acercaríamos más a una
definición. El prefijo “hiper” potencia la cosa. Y un “realismo”
calificado de “hiper” nos retrotrae al trompe-l’oeil: a
un trompe-l’oeil muy particular. Unas técnicas “formales”
sólo factibles desde unos medios —ópticos— sofisticados,
lo llevan a la caligrafía meticulosa y a la copia del espejo.
En este aspecto, el virtuosismo de Manuel Boix es admirable,
incluso desconcertante por su pulcritud. Provienen
de un cálculo y de una destreza que, ya en ellos mismos,
tienen o pretenden el sentido profundo de la formulación
literal de las imágenes, convertido por la propia
energía “significativa” —¿“significadora”?— en el enunciado
de todo un mundo de experiencias y de angustias.
También eso es un “estilo”: un estilo que se niega a la
estilización y se aferra al dictamen implacable del ojo. La
propuesta estética de Boix no se puede separar de una
propuesta ética subyacente. Cuando Boix ve una cosa, la
juzga, y nos la comunica con un rigor gráfico estremecedor.
La distorsión, el énfasis que imprime a las “figuras” el
expresionismo tradicional, no lo tienta. Le basta escoger
los elementos visuales que le han impresionado, y los traslada
al lienzo, al dibujo, al grabado, a la serigrafía, con una
perversa pasión de exactitud. La mano del artista, así, querría
ser anónima. La clásica “pincelada” —la pincelada “personal”— desaparece.
Si yo fuera un crítico de arte como Dios manda, ahora
sería para mí un buen momento de especular con algunas
palabras cruciales. ¿La pintura de Boix —y la de quienes
están en la línea de Boix— es aún “pintura”? ¿No será
una “contrapintura”, o una “antipintura”? Abolido el pincel, o reducido al mínimo, perdura, sin embargo, el ojo.
Porque Boix, en esta dirección, elige: no transporta a sus
cuadros una “realidad” cualquiera, sino que selecciona de ésta los fragmentos que le convienen, y los eleva a una
condición simbólica. Tal vez el término adecuado no es éste: la referencia al “símbolo”. Más que “símbolos”, en la
obra de Manuel Boix encontramos “detalles”: documentos.
Encontramos en ello, sobre todo, el hecho de que Boix
es un “pintor” que convierte en denuncia todo lo que toca:
todo lo que ve. No es el único. Pero de él hablo ahora.
3/
El área “figurativa” de Manuel Boix viene últimamente
centrada en unos temas excitantes, o excitados. El
de la guerra y la represión de las Germanías es uno de
ellos, y bien trabajado. Boix se ha dejado llevar, en esta serie,
por su instinto de la “caricatura”. En el fondo, Manuel Boix
no sabe obviar una ligera inclinación al sarcasmo, natural.
Cuando Boix “retrata” al emperador Carlos V en su ciclo
de las Germanías, lo hace con un punto de ira y con mucha
ironía. En cambio, nuestros revolucionarios del XVI se convierten
en sus manos en una “estampita” casi religiosa. El
cadáver de un dirigente agermanado le merece a Boix unos
cuantos metros de tela: es una transcripción dolorosa, la
de un cuerpo humano ofrecido a la muerte inhumana, la “víctima social”. El trato que Boix da a uno y a otro, al
rey y al sublevado, explicita muchas cosas. Quiere decir, al
fin y al cabo, que el “hiperrealismo” es una militancia, y
que Boix se decanta por una...
Y va más allá. Manuel Boix ha pintado la miseria, ha
pintado la derrota, ha pintado la destrucción, sobre todo
una autodestrucción. Son gusanos que comen, son pinturas
antiguas reproducidas en un estadio de deterioro, son
todas las metamorfosis de una corrupción imaginable. El
puño que ahoga a un pájaro, o que sádicamente lo acaricia.
O la aguja que recosería una tela de saco. O... La temática del artista ya pide un estudio: sincrónico y diacrónico.
Como denominador común, creo yo, habría esto: una
concepción patética de la vida, y de la historia, y de la vidahistoria-
futuro. Yo diría que Manuel Boix es un pintor “pesimista”. Pero su uso de la “verdad” —los documentos
que inventa— tiene una excitada inferencia provocativa.
Y es toda una concepción del mundo: una imago mundis.
Estaremos de acuerdo en ello o no. Da igual. Él, el artista,
Boix, continuará —o seguirá— la línea que se ha
propuesto. Es un testimonio de nuestro tiempo, de nuestra
sociedad. Es, también, un testimonio “romántico”. En
la pintura de Manuel Boix adivinamos los gérmenes de
un irracionalismo palpitante. En su pintura, aparentemente
fría, hay mucha, demasiada, emoción. ¿Demasiada? Tal
vez no. Cada cual es muy libre de ser lo que es —¿quién
lo impediría?— en el espacio del arte. Siempre he dicho
que «el artista tiene razón», haga lo que haga. El señor
Maragall, en unos versos, decía: «tot és bell: el verd i el
vermell». La cuestión es que ahora ya no nos preocupamos
de lo “bello”. Cuando nos acercamos al “arte”, encontramos
algo más que la “estética”. ¡Hay tantas estéticas en el
mercado! ¿Hay clientelas suficientes para todas? El pintor,
en el fondo, es un hombre de oficio: que quiere ganarse
la vida —¡el jornal!—. Y por aquí me pierdo...
Manuel Boix es un pintor “singular”, en cuanto a planteamientos
y resultados, que recoge diáfanamente las confusas
agonías colectivas de ahora y de aquí. Detrás de sus figuras
intuimos la palpitación, a menudo sombría, de un dolor
humano que intenta recuperarse en la denuncia, y donde el
repertorio entero de los objetos asciende a símbolo imprevisto
de una vida desolada. Boix sabe extraer de ella el lirismo
latente, y lo traduce en términos contundentes. El “hiperrealismo”,
en el proceso de su creación, se convierte en
concepto, resonancia mágica, penetración alegórica.
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